FERIADO

Joaquín Ortega





Ruido cruzado de música, que a veces no lo parece. Dos hombres y una mujer tras un mostrador y tal vez media docena de clientes, acostumbrándose a otro sábado igualito. Al frente de ese “multiabasto” (licorería-farmacia-lotería) un par de hermanos se jugaban la faena entre cartas mugrientas, trampas y cervezas, compradas al cruzar la calle. Un autobús se llevó un cono, una camioneta repleta de niños lo haría con otro. Nadie notaba la espectral parsimonia de tres motos, cada una más sospechosa que la otra.

Más arriba sobre una pequeña montaña, confundida entre sobras, sentinas y barro —y a veces ojeando hacia el precipicio— algunos niños apremiaban una pelota nueva. Seguían una inclinación demasiado humana: enfocarse, perseguir, arrebatar.

Metros abajo, la tienda comenzaba a engullir compradores. Sólo una pareja suficientemente joven para temer al castigo paterno, decidió moverse hasta callejones sin nombre, tomados de la mano, olfateando, tal vez sin saberlo una próxima prueba a la mortalidad.

Un auto abría sus puertas detrás de un gran basurero a medio quemar, sin ser vistos tres uniformados protegían con entrega una posible alusión a sus caras comunes. Más cerca de la juerga, de las parrillas de las motos se distanciaban tres figuras: simulaban caballos bicéfalos, picados a la mitad. Sobre esas ruedas pares, tres adolescentes armados representaban una nueva y cobarde mitología sin juglar, envuelta en olor de pinchos y repiquetear lejano de metales afinados.

Despreocupados muchos pedían más frías, se atiborraban la boca llena de tostoncitos mantecosos, de maní en concha desgajado con pericia olímpica. Por dos trayectos distintos seis hombres se solazaban en un botín cómodo y en una vecindad circunstancial de carrera fácil.

Entre revistas hípicas, una que otra medio porno, ring tones, salsas y un tañido acercándose incomprensible, varios recuerdos de canchas y amaneceres terminaban de componer la cháchara de la barriada. Armas largas en mano, los uniformados remontaban el pequeño tramo. Algo más sudados que de costumbre, querían salir rápido de la faena y parecerse un poco a esos deslenguados holgazanes que se recostaban en los laterales del multiabasto. Los parrilleros, bajo sus chemises secadas al sol, rozaban con sus muñecas las cachas de revólveres y automáticas, probadas en disparejos encargos.

Se llevarían el botín. “Todos estaban atracados, todos estaban listos”. “Quien se pusiera payasito bien pegado iba a quedar”. Mascullaban los colegas sin saber que sus malas estrellas estaban por tocarse.

Todo muy bien hasta ese punto, sólo que antes de poder cruzar la calle, de la nada un redoblo, un tintinar fuera de control, un colorido y demasiadas sonrisas y aplausos, una melodía inconfundible. “¡Desnúdate mujer, así te quiero ver!” zarandeada por la unión musical de un tropel azul, rojo y verde de niños especiales. Un paréntesis indestructible en el aire.

Muy arriba, contra todos los goles, los chiquillos dejaban el juego para ver el desfile. En la calle la atención conquistó hasta al más ensimismado. Clientes, dependientes, transeúntes, choferes y pasajeros. Las armas largas y la rabia volvieron con sus portadores a la maleta de un auto ajeno. Los rateritos y su furia, de vuelta a las máquinas. Como una broma esotérica, y ante la inexistencia de príncipes, reyes o princesas, el bufón aparecía y salvaba una vez más al reino.




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1 comentario:

  1. niños excepcionales tocande desnúdate mujer

    no hay palabras!!!

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