EDITIORIAL SACADA DEL SOMBRERO



Desde el cielorraso una luz de neón se encendió. Con ella se decretaba el fin de muchas horas de silencio, oscuridad y ausencia.

Aquel cuarto estaba vacío, a excepción de una mesa colocada justo debajo de la luz sobre cuya tabla descansaba un sombrero negro puesto bocarriba. Las paredes de la habitación estaban cubiertas de terciopelo. De resto nada. Ni puertas, ni ventanas, ni baño, ni comida.

Nos asomamos al hueco del sombrero y en el fondo había una nota escrita a mano, a puño y letra de los hermanos Chang: ¿Qué es la magia?

Cuando quisimos volver a colocar el papelito dentro del sombrero saltó el primer conejo. Uno azul. Quisimos atraparlo pero nos mordió con sus colmillos de víbora; y cuando quisimos agarrarlo por detrás para evitarle la mordida sentimos perfectamente que cada uno de los pelos de su cola eran aguijones de escorpión.

No era pues temporada de caza de conejos. Era hora de hacer la tarea. Ese dibujo libre sobre el agujero oscuro que nos exigía la pregunta: ¿Qué es la magia?

No teníamos papel ni lápiz para escribir; pero se nos ocurrió que si le poníamos un dedo cerca de la boca al conejo seguro te clavaba un colmillazo en la yema y allí brotaba sangre suficiente como para escribir las respuestas. Una tú y una yo.

—Magia es la irrupción de lo fantástico y lo imposible en la realidad por medio de un acto o truco.

Saltó un conejo verde del sombrero. Es decir, una coneja, por lo que se puso a hacer apenas rozó hocicos con el azul.

—Magia es una fórmula secreta que siempre se encarga de hacer reaccionar a cuatro elementos: sorpresa, susto, fascinación y risa.

Un conejote amarillo brincó del sombrero y el pobre Azul se quedó solísimo.

—Magia es hacer en otras partes y otras artes eso mismo que hacen Zidane y Messi con una pelota en los pies.

Ahora saltó una conejita rosa a la que no le importaba darse en simultáneo con Azul y Amarillo mientras Verde los miraba de cerca.

—Magia es imaginarse que con un poco de suerte y de práctica uno también puede meter esos goles que Messi y Zidane.

Saltaron del sombrero las trillizas rojas que eran más malas que nada. Rosa entonces ya estaba preñada de Amarillo y de Azul a la vez. Verde paría octillizos multicolores que eran iniciados por las trillizas.

-—Magia es intentar transformar algo de todo este desmadre en algo noble.
—Magia es sentir que a veces lo logras.

Los cachorritos nos caminaban por la cabeza y dormitaban en nuestros regazos. Idénticos a alacranes bebé, tienen a toda potencia su veneno fresco y son especialmente mortales.

—Magia es un acto metafórico de creación, de venganza y de muerte.
—Magia es vengarse del mundo como a uno le dé la gana sin tener que hacerlo en la realidad.
—Magia es, a pesar de la furia, encontrarle sentido a todo cuando miras a un niño o un cachorro.

Justo antes de caer fulminados por la hemorragia, la falta de aire (porque los conejos se lo respiran todo y, aunque no quepamos ya, nunca paran) y por tener más veneno que sangre en las venas, se abrió el cielorraso.

Y como por acto de magia nos sacaron de aquel gigantesco sombrero en el que estábamos prisioneros.

—Hagan magia de la buena, de la que da ganas a otros de hacer magia- esa fue la encomienda de los Chang.

Bienvenidos sean entonces a la tienda de magia de los hermanos Chang.


José Urriola y Fedosy Santaella
(traficantes de trucos y conejos).

LAS ENSEÑANZAS MÁGICAS DE EL GORRIÓN NEGRO

Lena Yau


Dolorito le tenía miedo a la tele.

Sabía que el manual de instrucciones para vivir salía de esa caja cuadrada.

No le contaba estas cosas a nadie, no quería que lo pensaran loco, mentiroso, charlatán.

Que la tele le hablaba era un hecho y que le daba órdenes también.

Lo descubrió una madrugada en el Bar Discotheque Guaribe Blue.

En la pared de la barra, soportando figuritas de San Pancracio y dos plantas de sábila atadas con tiras rojas, un televisor escupía imágenes.

Dolorito se acercó para pedir un whiski.

Miró el monitor.

Una chica semidesnuda invitaba a los televidentes a concursar vía telefónica.

Había que resolver una sopa de letras.

Dolorito escuchó con claridad: Moreno, llámame.

Leyó en el panel: Dolorito, ve a California.

Pagó el trago sin consumirlo.

Salió espantado del chupicentro y juró nunca más volver a beber otra cosa que no fuera agua.

Al día siguiente, mirando las carreras de caballos, volvió a ocurrir.

Se disputaba la cuarta de la tarde y el locutor soltó:

Dolorito, las jacas nunca ganan. Apuesta a tu yegua.

Se cayó de la hamaca, se golpeó la cabeza y tras hacer un puñado de cruces gritó que jamás jugaría el dinero de la casa.

Dejó de ver tele pero no sirvió de nada.

Cuando cerraba los ojos para dormir soñaba con pantallas.

La protagonista de la telenovela del momento, Rubinia, le decía que no pensara en ella libidinosamente, que eso era muy feo.

El cura le pedía que fuera a misa a tocar la guitarra.

La abuela lo invitaba a querer a ese dechado de virtudes que era su suegra.

Durante la publicidad la cosa no cambiaba.

El jingle del anuncio de café le cantaba que le llevara el desayuno a la cama a su mujer.

Un W.C le rogaba que lo limpiara más y más.

Un bote de desinfectante de lavanda le prometía hacer feliz a su nariz.

Una azafata le exigía que llevase a toda la familia a Aruba.

Dolorito se estaba poniendo muy nervioso.

Los mensajes no cesaban.

La radio y las vallas publicitarias se habían sumado a la campaña y no paraban de llamar su atención.

Se sentía dentro de un laberinto de imágenes parlanchinas regidoras de su conducta.

Las imágenes lo rodeaban, lo acosaban, lo ponían contra la pared.

Él accedía a requerimientos que parecían infinitos.

Estaba agotado.

Necesitaba huir pero no sabía cómo hacerlo.

Mirando tele mientras soñaba descubrió la solución.

El animador del programa sabatino le contó las propiedades milagrosas de un detergente de lavar ropa.

Quita las manchas sin dejar rastro.

Es como magia.

Deberías intentarlo, Moreno.

Esta vez, Dolorito leyó entre líneas.

Ajá. Magia es lo que necesito.

Compró una caja de detergente y se puso a ensayar trucos.

Se metió en la ducha y se lavó con el jabón.

No desapareció.

Llenó la piscina inflable y se puso de remojo.

Quedó arrugado como una pasa y con las mucosas escocidas pero seguía allí.

Pidió la ropa de toda la familia.

Incluyendo a mujer, hijos, cuñados y a la suegra que ahora adoraba.

La puso a hervir con el jabón en una olla industrial.

El agua borboteó espumas.

Una película irisada cubrió la boca de la olla y fue inflándose poco a poco hasta levantarse una pompa colosal.

Dolorito se llevó las manos al rostro intentando protegerse de una explosión inminente pero la burbuja, lejos de explotar, citó:

“A veces el asunto va así: la magia está en otra parte”.

La esfera ingrávida lo engulló de un bocado y flotó con él en sus entrañas.

Se convirtió en un gorrión negro y tras muchas horas de vuelo, lo escupió y lo dejó caer.

Dolorito aterrizó en una calle de Los Ángeles.

Sintonizó la radio y la tele.

Miró las vallas.

No había mensajes para él.

Ahora trabaja para la mueblería de un chino.

Muchos kilómetros atrás, en su otrora casa, su mujer sonríe feliz.

Tiene un marido nuevo al que convirtió en enano.

La recorre por dentro como si fuera un hámster.

Sabe justo donde tiene que dejarse resbalar.

Las ideas de mandar a Dolorito a paseo y de buscarse un amante de accionar localizado se las dio un escritor americano.

No hay nada como una buena biblioteca.

Y una bruja de confianza.



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A NOSOTROS YA NO NOS SORPRENDE TANTO LA MAGIA QUE SE DIGA

Pedro Enrique Rodríguez



Aquí todo empezó como un rumor de muebles viejos, crujidos de bisagras, subrepticios cambios de lugar de las camisas y las corbatas. Al poco tiempo, comenzó a sucederse el golpe seco en los escaparates, la aparición de plumas sumamente volátiles, rasgaduras en las paredes, aromas desconocidos. Poco hizo falta para darnos cuenta de que la casa, la misma vieja casa de siempre de postigos blancos, de escaleras cinceladas y frontis arábigos, iniciaba un cambio indetenible en el que poco o nada tenía que ver nuestra precaria voluntad manifiesta. Las cosas, desde entonces, comenzaron a suceder por cuenta propia.

No es fácil vivir en una casa viva, naturalmente. Nos ha costado trabajo acostumbrarnos a la rotación continua de los elementos. En ocasiones, incluso, hemos estado a punto de sucumbir a breves estallidos de rabia o desesperación ante un extravío o alguna pérdida irreparable. Puedo asegurar que no resulta nada cómodo tener que perseguir el cepillo dental en las mañanas por toda la habitación, hasta el punto de convertirse en otro ceremonial tedioso de todos los días. No es divertido –aunque en ocasiones lo parezca–, verse precisado a anudar fuertemente las patas de las camas, los estantes, las mesas y las sillas por temor a que tarde en la noche decidan salir a dar tumbos por algún lado y después no sepan como regresar entre la incandescencia de los rayos de luz de la mañana. O que se estropeen irremisiblemente. Ya tuvimos la triste experiencia de ver volar la linda mesa de noche de los abuelos escaleras abajo, el día en que por razones que no alcanzamos a comprender se suscitó un desencuentro entre la irascible mesita de noche centenaria y el perchero. Ése mismo día, (y seguramente excitados por la trifulca de la mesa y el perchero), tuvimos que levantar muchas veces los candelabros, los vasos de la cocina y los útiles del escritorio que se dejaban caer aparatosamente a cada momento. Ese fue un día arduo, pero lo recuerdo con un cierto placer morboso, porque en medio de la confusión de los objetos que se lanzaban por todas partes, pude escabullirme hasta la sala y dejar caer al suelo ése desagradable querube de porcelana que hacía el gesto de tocar una cítara francamente estúpida. Hacía años que le tenía la vista puesta y no encontraba el modo de deshacerme de él, por temor a herir ciertas adhesiones y susceptibilidades de mi madre y mis hermanas. De modo que esa tarde el querube por fin rodó hecho añicos por todo el piso de la sala mientras yo, como quien no quiere la cosa, corría como un ganso espantado hasta el otro extremo de la habitación, pretextando nuevas subversiones a la condición de la materia estática. Como ahora, que he tenido que apartar la papelera que la mesa amenazaba embestir en su terco desplazamiento a la derecha.

La verdad es que el único que parece no haberle sacado provecho a nuestra nueva situación es mi hermano, el mayor. Me consta que desde hace mucho tiempo mira codiciosamente el hermoso puñal en forma de garfio que guarda nuestro padre en el fondo falso de la gaveta del chifonié, y aunque ya le he comentado de algunas de mis extravagancias, encubierto por el disimulo de esta casa viva, no consigo hacerle ver que no corre peligro alguno en colarse en la habitación de nuestras padres y hacerse del puñal, furtivamente. Hasta la misma Margarita, mi hermana menor, siempre tan boba y pegajosa, ha sabido sacarle partido a nuestro pequeño universo caótico, y en medio de algún momento de descuido, ha lanzado con sumo placer sus libros escolares por el balcón, para después correr a gimotear cínicamente, quejándose de que ya nunca más podrá estudiar sus lecciones de aritmética y trigonometría, en medio de hipos, digresiones y berridos. Esta mesa es verdaderamente testaruda, no hay modo de hacerle parar, de moverse a la derecha.


Con Matilde es distinto. Se podría decir que el nuevo orden no ha representado cambio alguno en sus costumbres indóciles. Por razones que nuestro padre querría hacer pasar como científicas, pero que no debe ser más que un radical sentido de la testarudez, Matilde es incapaz de comprender cualquier tipo de orden, sea este moral o material; a no ser, tal vez, la estricta ordenación de enamorados que en ocasiones le he visto repasar aplicadamente en una libretita desteñida, relamiéndose los labios de gusto. Tal vez por eso es que se muestra imperturbable ante las pequeñas catástrofes que produce la sublevación de cucharillas y tenedores a la hora del almuerzo, o se aleja displicente con su contoneo característico de cualquier habitación en la que se ha lanzado al suelo algún libro, o algún estuche, en tanto los demás, aunque sea por pudor, solemos recogerlo cuantas veces le plazca dejarse caer, del mismo modo como se procede con un niño terco.

Por su parte, nuestros padres se las arreglan como mejor pueden y todo parece indicar que en ocasiones suelen trasnocharse divertidamente en su habitación, comentando entre ellos la forma como aquél cenicero persiguió a la pobre lámpara de noche, o el modo gracioso que tiene cierto libro de botánica en dejarse caer desde su puesto en el estante, haciendo volteretas más o menos estilizadas.

Es preciso reconocer que nuestros objetos no han dejado de mostrar, pese a su inconveniente condición de autonomía, un particular sentido del drama y la maniobra. Era indispensable que así fuese. Nuestra familia es incapaz de soportar el simple tedio de lo mediocre. Prueba de ello es aquél famoso viaje de nuestro bisabuelo, el procónsul, por el África y al que nuestra familia siempre ha sido tan dada a comentar a la hora de la sobremesa, todavía más cuando tenemos invitados. Nunca se deja de repetir la frase del bisabuelo de que de no ser por la forma tan bien elaborada de su sombrilla, llena de encajes, bordaduras y minucias, su travesía por el Senegal lo habría sumido en el más terrible derrumbamiento moral. Todos sabemos que no mentía. Lo mismo nuestro padre, que siempre fue su nieto predilecto y quien saco de él, como a la copia, tantas de sus virtudes y manías. Ya hemos tenido oportunidad de verlo suspirar contrariado en las tardes del tiempo seco porque aquélla palma no le deja ver completamente el paso de una nube gris, o porque un mosquito inoportuno arremete una y otra vez contra la superficie de sus orejas peludas. Nuestro padre padece tristemente estos sucesos, se sumerge en un hermetismo voraz del que no sale sino días después, por la acción salvífica de un perfume, una nota del piano, la polifonía de un murmullo. Por lo demás, todos en la familia somos más o menos propensos a ese tipo de manías minuciosas. La misma Matilde, tan voluptuosa y desentendida, tumbada en su cama durante toda la tarde en la contemplación golosa de su propia desnudez, suele chillar y protestar ciertos sucesos más o menos imperceptibles y en ocasiones, pareciese como si desde la expresión voraz de su rostro lujurioso reclamase tristemente la ausencia de un objeto nimio.

De modo que en mitad de nuestra desgracia aún podemos agradecer la forma ingeniosa que tienen nuestras pertenencias de suscitar el caos, la inocente capacidad para subvertir el orden milenario de las cosas en su sitio. A veces, mirándoles correr de un lado a otro he llegado a pensar, incluso, que esta tragedia que vivimos, en sí misma podría ser hermosa.

Lo que si lamento es que no podamos dar, hasta ahora, aunque sea con una pequeña manivela que nos permita retroceder el tiempo y vivir de nuevo, aunque sea por un momento, aquél viejo y dulce tiempo de objetos en su sitio. A veces, tumbado en mi cama mientras veo las espadas de luz que los carros de la calle dibujan entre las persianas de mi habitación de objetos en movimiento, me he preguntado qué ocurriría si viviésemos otra vez en aquella vieja casa estática que nos ha visto nacer. He imaginado, por ejemplo, el corredor de nuestro patio interno. He pensado en el inmenso árbol de acacia, en los azulejos de la cocina, en la intrincada colección de miniaturas japonesas que nuestra madre colecciona desde hace tanto tiempo, y con la que ahora suele toparme a la hora de la comida, tirada en el jardín, deshecha. He pensado en el viejo estudio donde leí hace tantos años un libro que a estas horas bien podría estar dando vueltas por el vecindario, del mismo modo como vimos ascender la vieja esfera armilar hasta el batiente de una de las más altas ventanas. He pensado en todas esas cosas que ahora me son extrañas y de pronto he caído en cuenta que ése placer simple de asumir naturalmente las cosas en su sitio ya no nos es posible, nos ha sido arrebatado, quizá para siempre.

Cuando pienso en estas cosas suelo sentir una vaga tristeza. La misma tristeza que ahora me hace levantarme de la silla, desviar el curso de mi mesa de trabajo, verla partir muy despacio por el pasillo donde los cuadros se lanzan de cabeza; de ser posible suponer que un cuadro pueda tener cabeza, tronco y extremidades, naturalmente.



ROJO LA NIEVE SUENA

Linterna Roja


Lo primero que veo al abrir los ojos es una tubería oxidada a dos palmos de mi nariz. Gotea. Tira agua sucia en fracciones gruesas y frías que me mojan la cara. La estrechez del sitio casi no permite el movimiento, así que me arrastro por el suelo como una oruga: doblando las rodillas y levantando del suelo a la vez caderas y nalgas para empujarme con las plantas de los pies hacia adelante. No tengo la menor idea de dónde estoy. Huele a humedad y a hierro y veo luz arriba del pequeñísimo túnel. Allí me dirijo con ese único paso posible.

Llego al final, salgo y respiro hondo. El frío me entra de golpe por la garganta. Estoy en una calle y un par de personas con abrigos de piel me pasan de largo. Hiela. Me incorporo, tirito y cruzo a la otra acera. Los dos transeúntes se vuelven para mirarme. Muerta de la vergüenza, me meto en el primer bar que veo. Está muy vacío.

Detrás de la barra un hombre grande, de unos cuarenta y tantos, me hace un gesto con la mano para que pase. Le hago caso y me siento en uno de los taburetes que hay al otro lado. Él me habla, dice algo que yo no entiendo pero supongo será: “¿Qué te ha pasado, preciosa? ¿De dónde sales vestida con un maillot de lentejuelas, medias de red y tacón afilado a cuarenta bajo cero? ¿Por qué te salen dos plumas púrpuras de entre la melena?” Yo encojo los hombros y me pongo roja. Él sonríe y me sirve una copa de whisky (sin preguntar) que yo me bebo de un trago, a pesar de que no me gusta el whisky ni un poco. Me lo bebo para entrar en calor.

El hombre grande de cuarenta y tantos tiene además barba y es pelirrojo. Me gustan los pelirrojos -pienso- definitivamente, son una especie en peligro de extinción. Le doy las gracias de voz y hago un gesto con la cabeza para que él entienda. Me responde de seguido con la suya haciendo el mismo gesto y me sirve otro trago. Mientras bebo, se mete en la cocina del sitio y saca de allí un enorme abrigo de pelo marrón oscuro. Sale de detrás de la barra y lo coloca sobre mis hombros. Yo le acaricio la barba roja -su barba poblada y roja- con la palma de mi mano. Él vuelve a su sitio y se apoya con los codos sobre la madera, se acerca mucho a mí. Adopta una postura de suma atención y me dice: “Cuenta, mujer, que tengo todo el tiempo del mundo”. (Bueno, igual no pondría la mano en el fuego. No es que esté cien por cien segura de que el tipo diga eso pero casi). El caso es que yo le cuento, porque me parece que él quiere escuchar, porque su lenguaje corporal habla así y su postura, sus ojos, sus cejas dicen incluso: “Anda, cuenta, bonita, que por aquí hace tiempo que no pasan cosas interesantes.”

Y le cuento a mi rojito porque me mira con toda curiosidad y porque quiero desahogarme, coño, que no hay derecho.

Si es que yo debería haberme enamorado de alguien como tú, grande, bueno y con un bar al que no va nadie. Seguro que no le das problemas a ella ¿verdad? Seguro que la respetas, llegas a casa a tu hora y no le andas pidiendo que te ayude con tus chifladuras; ni la haces desaparecer en el casino de Fuengirola delante de mil personas para que aparezca en atomarporculo del polo norte semidesnuda y con plumas en el pelo. Seguro que tú eres un hombre sensato, quisiste montar tu bar, lo intentaste y, bueno, si no sale, vuelves a casa con el rabo entre las piernas, le das un beso y le propones intentar otra cosa. Algo cabal: que igual al final estudias esas oposiciones a bedel que salen el año que viene en el ayuntamiento y seguís adelante. Seguro que hasta tenéis un niño precioso que te espera con ella en casa. Seguro que es también pelirrojo. Yo, yo no tengo niño ni nada. No tengo ni seguro médico porque no nos da. Vivimos en una caravana del año setenta y llevamos intentando el truco definitivo desde entonces. Yo era una niña cuando empecé, por eso accedí a tal vida, claro está. Si me hubiera cogido ahora, en seguida iba yo a decirle que sí -hasta que la muerte nos separe- a ese loco. Y es verdad, esta noche por fin lo logró, por fin le salió el puto truco y me hizo desaparecer después de tropecientos intentos fallidos, después de habernos echado de todos los casinos de norte a sur por magos farsantes. Y seguro que le llueven aplausos y confeti y besos. Pero ¿Y yo qué? ¿Dónde coño me encuentro? Que no, mi rojito, que no. Que esto no es vida, hombre, que no merece la pena tanto sacrificio.

Pfff. Se me salta una lágrima y todo de pura rabia después de contarle. Entonces, mi rojito me coge las manos y las aprieta, que él sabe que no ha sido fácil y hace que me comprende. Luego, se sale de nuevo de detrás de la barra y se acerca a mí de ese lado. Me tiende su mano. Yo la agarro y le acompaño. Andamos hasta la puerta del local y al llegar allí, justo delante, me hace un gesto para que me cierre el abrigo y la abre completa.

Entra el aire de fuera. Hace una noche gélida y el cielo es todo niebla. La luz de la farola nos deja ver que nieva fuerte. Entonces él me quita una pluma del pelo y me acaricia con ella la punta de la nariz. Hace cosquillas, pica un poco y cierro los ojos para no estornudar.

La nieve suena al caer sobre nieve igualito que hacen los copos de maíz al explotar en la sartén cuando el aceite está muy caliente.



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SOMBRERO LLENO, SOMBRERO VACÍO

Enrique Enriquez



1. Sombrero lleno

Todas las tiendas de magia del mundo se sienten idénticas. Lo sé porque lo primero que hago al llegar a una ciudad es ir a donde vendan magia, no a comprarla, sino a respirarla. En Bruselas, escapando de una compañía indeseable, corrí en línea recta por la rue Van Artevelde hasta encontrarme con Lewis Magic shop. Aquel mago belga aún debe estarse preguntando por qué lo abracé. En Barcelona, no había terminado de bajarme del avión cuando estaba ya en El Rey de la Magia, la tienda de magia más vieja del mundo, que otrora fuera propiedad del Gran Partagás, un mago al que le gustaba ir al barbero, ordenar que le afeitasen la barba y sorprender al pobre hombre al salir de la barbería con la barba intacta, restituida mágicamente. (En el Rey de la Magia compré tres narices de payaso modeladas en base a la nariz de Charlie Rivel. Una de ellas la conservo. Las otras dos se las entregué a Roberto Echeto y a Carlos Zerpa, sintiéndome afortunado de tener no sólo amigos así, sino una razón seria para comprar una nariz de payaso). Así, donde he podio he ido visitando tiendas de magia: En Nueva York están Abracadabra, cuyo dueño (un pornógrafo que al salir de la cárcel compró la tienda con una herencia que le dejó su madre) se la vendió hace poco a dos colombianos (¿O serán puertoriqueños?) que se dicen descendientes directos de Cristóbal Colón, y Tannen’s Magic, que aún hoy en día es la tienda de magia más importante de Nueva York, la que todo mago que se precie, de Copperfield para abajo, guarda como un collage en su memoria. La tienda del Mago Chams, en Ciudad de México. La Casa de los Trucos, en la calle Ocho de Miami. Davenport en Londres. Imagino que de hecho todas han de compartir una misma trastienda. Seguro que en ella los magos de todos los países se reúnen tras la cortina sin que quienes fisgonean los mostradores lo sepan.

Todas las tiendas de magia son cuartuchos, lugares minúsculos repletos de vitrinas desde las cuales toda clase de artefactos extraños le guiñan a uno el ojo. Hay algo apremiante en las tiendas de magia porque cada rincón alberga una imagen memorable y uno nunca sabe muy bien dónde mirar. Faltan ojos. Siempre hay algo más que ver, otra cosa que descubrir, otra sorpresa esperándonos al dirigir la mirada un poco más allá. Máscaras, trucos, cajas chinas de extraña utilidad, cuchillos de goma, moscas de plástico, barajas gigantes o minúsculas, dados y espejos. Todo es de mentira, porque como está escrito en el diario de Sri Ramakrishna: “El mago hace su magia. Produce un árbol de mango que incluso da frutos, pero es todo prestidigitación. Sólo el mago es real”.

Cuando entramos a una tienda de magia, el mago de turno nos “leerá” en un vistazo, y basado en la impresión que le causemos nos demostrará un truco, un efecto que él intuye estará a la altura de nuestra habilidad y al alcance de nuestro bolsillo. El que quiera saber el secreto tras el truco tendrá que comprarlo. Incluso los libros que se venden en las tiendas de magia están envueltos en papel celofán. Sólo los ojea el que paga. Tras pagar el precio convenido, sea éste alto o bajo, muchas veces descubrimos que el secreto no era gran cosa. Casi nunca lo es. El valor de un secreto está en guardarlo.

Picasso decía que sus dos influencias más importantes habían sido Cezanne y Búfalo Bill. Yo diría que las mías han sido El Mago Henry y el maestro Galeandro. Un mago y un artista que dibujaba retratos en televisión. Galeandro fue un verdadero artista multimedia, y Henry, el gran mago de la televisión venezolana. En televisión ambos estaban separados por un bloque de comerciales, pero de alguna manera, todos los disparates que he hecho en mi vida trazan una línea que los conecta a ambos. Nunca conocí al maestro Galeandro. Ni siquiera sé si estará vivo todavía. Pero uno de los logros más grandes de mi vida es haberme hecho amigo del Mago Henry. Henry el Mago, el Gran Henry, fue una presencia habitual en la televisión venezolana desde tiempos de Víctor Saume, y para cuando yo tuve uso de razón era habitual verle mostrar su destreza, sea con las cartas, sea despareciendo un taxi entero, serruchando a una celebridad en dos o disparándole a globos con los ojos vendados en el Sábado Sensacional de Amador Bendayán.





Cada vez que voy a Caracas acudo como en peregrinación a La Casa Mágica de Sabana Grande. Voy a inspirarme y reportarme, porque la amistad del Gran Henry es mi beca Guggenheim. En La Casa Mágica de Sabana Grande el Gran Henry tiene su cuartel general, si bien ahora hay una Casa Mágica en Santa Inés y aún existe la Casa Mágica de El Silencio, de Miracielos a Hospital. A esa Casa Mágica original solía llevarme mi papá algunos sábados, lo que para mi constituía un evento formidable y sobrecogedor por el cual le estaré eternamente agradecido.

En su oficina, teniendo como testigo a un pene de goma que hace las veces de pisa papeles, El Gran Henry y yo hablamos por horas de magos y magia. (La Casa Mágica alberga, junto a los trucos y la infaltable ración de máscaras, una sección entera dedicada a despedidas de soltera. Digamos que allí no todas las palomas son blancas. El Gran Henry no se para detrás de ese mostrador. Su hija Mireya es la que ayuda a las damas a planear desnalgues puntuados con látex de todas las curvaturas y colores). Henry me contó cómo una vez, en el apogeo de la bonanza petrolera, estuvo a punto de comprar Tannen’s Magic en Nueva York. No lo hizo y ahora la tienda pertenece a un sujeto extrañísimo, con modales de contador público, que una vez al año se va a Dinamarca a entrenar un equipo de hockey sobre hielo. En el otro lado del espectro, Henry también me contó del día en que siendo joven se dedicaba a lanzar cartas como cuchillos, o más bien como boomerangs, porque las cartas lanzadas al vacío regresaban a las manos de Henry luego de haberle dado una vuelta completa a la carpa circense. Este era un circo tan pobre que la carpa tenía un hueco, y por éste se colaban las cartas de Henry, que siendo tan pobre como el circo, tenía que contentarse con ver cómo su mazo de cartas adelgazaba función tras función. El mejor cuento de Henry es el de la vez que terminó encerrado en el baño de un teatro, junto a una bailarina nudista, una boa constrictora y un ventrílocuo. Mientras la boa se engolosinaba con el muñeco, una horda de mineros borrachos pateaban la puerta, tratando de raptar a la muchacha. Sabiendo que la puerta no tardaría mucho en ceder, y ante la mirada vidriosa del ventrílocuo, Henry el mago cerró los ojos y se concentró profundamente... a los pocos minutos afuera se escuchó un tiro. Ahuyentados por el plomo, los mineros dejaron el campo libre para que nudista, ventrílocuo, muñeco, serpiente y mago se diesen a la fuga. (Henry el Mago me explicó el secreto de este prodigio, pero juré llevármelo a la tumba).

Cuando le pregunté al Gran Henry cómo había logrado mantener prósperas no una, sino tres tiendas de magia en un país como Venezuela me dijo: “Son las bromas. El venezolano siempre anda buscando con qué echarle broma a alguien”.

Toda tienda de magia es tierra santa para quienes practican el oficio y es normal que los magos vengan de todas partes del mundo a encontrarse, conocerse o reconocerse en ellas. A veces se organizan charlas formales, pero por lo general se trata de reuniones espontáneas. No se trata sólo de comprar el último artefacto, sino de compartir con otros, de aconsejarse, de alardear, e incluso de robarse algún secreto. El sábado es el gran día para estos encuentros, y si uno quiere que duren por horas basta simplemente con nombrar a David Blaine. (Excepto por burlarse del peinado de doña de Chris Angel, nada le encanta tanto a un mago como hablar mal de David Blaine). Por cierto que esas reuniones nunca asisten las asistentes. (De las esposas de los magos nos ocuparemos más adelante). Imagino que las asistentes de mago deben reunirse en alguna peluquería sin afeites. Porque eso es lo que son en verdad las tiendas de magia: peluquerías camufladas donde los magos van a tomarse el pelo.

Dos cosas que no se encuentran en las tiendas de magia son: conejos vivos y buenos sombreros de copa de piel de castor.

En las tiendas de magia puede pasar cualquier cosa. Hace poco un amigo mago me contó precisamente que la verdadera razón por la cual le gustaba frecuentar cierta tienda de magia de su cuidad era que el dueño de la tienda fungía también como traficante de drogas. Así, junto a las barajas, las cajas de doble fondo y las espadas flexibles, en esa tienda podía conseguirse todo tipo de substancias psicotrópicas. Mi amigo, adicto a las pastillas, había encontrado un punto en el cual su pasión y su vicio se cruzaban. Le recomendé un remedio sencillo para cortar de cuajo su adicción. Debía hacer que lo amarrasen a cierto árbol con los ojos vendados y a la doce del mediodía dejar que le limpiasen el cuerpo con un gallo negro que también debía tener los ojos vendados (Ese truco lo enseñan en otro tipo de tienda de magia). Así, tras pronunciar ciertas palabras, mi amigo debía ser liberado dejando al gallo en su lugar. Este procedimiento sencillo garantiza la curación inmediata porque el gallo recibe la locura del paciente, que queda libre de su adicción.

La potencia de este trabajo quedó demostrada a la semana siguiente de yo hablar con mi amigo que, curado, presenció cómo entraba a la tienda de magia un gallo negro que se acercó al mostrador y pidió por lo bajo un frasco de Oxycontin.






2. Sombrero vacío

Para las mujeres cualquier ilusión es una debilidad. La practicidad femenina percibe al hombre repleto de ilusiones como un enclenque espiritual, incapaz de proveerla del sustento y estabilidad que sus hormonas requieren. Sin embargo, y pese a tamaña verdad, son muy pocos los magos solteros.

Ser la esposa de un mago es sin duda algo singular, pero ser viuda de un mago, y esto muy pocas lo saben, se premia con una distinción más singular aún: pertenecer al Club de las Viudas Encantadas.

El Club de las Viudas Encantadas está presidido por su fundadora, Esther Vincoff. Una señora seca con el moño atornillado al cráneo, que mira a sus contertulias desde el azul frío de su único ojo. El otro lo perdió en el cumplimiento del deber: estaba lavando la capa de su marido, y al sacudirla un poco para ponerla a secar, un tigre saltó del forro y se lo arrancó.

Vincoff fundó el club cuando, muerto su esposo, comprendió dos premisas básicas: la pensión de retiro de los magos es un truco y, todo el que te diga que resucitará miente. Con los años la viuda ha logrado congregar a un buen número de señoras sin consorte, gracias a que los magos no son muy duraderos. Especialmente si tragan espadas.

La sesión de ayer se centraba en un debate espinoso. Discutían la inclusión o no en el club de la esposa de Flavio el Magnífico, un escapista brasilero de quien no se tenía noticia en años. El problema, justamente, era que la falta de informes implicaba la ausencia de cadáver, y al saber de la señora Vincoff, una viuda sin cadáver no es viuda.

-No lo sé. Su marido no está “técnicamente” muerto. Esto fijaría un precedente -dijo la presidenta guiñando maquinalmente su cicatriz.

Flavio el Magnífico sorprendía a sus fanáticos con trucos cada vez más imposibles. Un día escapó de un baúl amarrado con cadenas. Otro día escapó de un tanque de agua repleto de tiburones. Otro día escapó de una tumba a siete metros bajo tierra y otro día escapó con la esposa del dueño del teatro. Fue la última vez que le vieron y, por cierto, la única ocasión en que el propietario de aquel tugurio aplaudió un acto.

La señora de Magnífico clamaba su puesto en el Club de las Viudas Encantadas. Después de todo, sí había estado casada con un mago y sí llevaba años durmiendo sola. Pero como bien saben los conejos blancos, de desaparecido a muerto hay un buen trecho. El caso parecía cerrado cuando otra de las viudas alzó la mano y dijo:

-Yo tengo una idea.

Hablaba Margarita Tracatrán, la viuda del Gran Tracatrán, “Señor de lo Impalpable”, y dueño notorio de la carrera más corta en la historia de la magia. Tracatrán no pasó de su debut. Su carrera murió al nacer y él con ella. Quizás haya empezado con el pie equivocado, porque en lugar de los especiales de David Copperfield lo único que pudo conseguir como referencia en el club de video fue el plan de ejercicios de Claudia Schiffer, pero el caso es que entrenó con ahínco. El día de su debut todo iba de maravilla hasta que quiso cerrar con el clásico truco del conejo en el sombrero. Cuando metió la mano en el sombrero para sacarlo, el conejo le saltó a la yugular y lo mató. Su esposa siempre se culpó por aquello.

-No debí cubrir el piso de su jaula con páginas de “Catcher in the rye” -se reprochaba entre lágrimas cuando alguien sacaba a relucir el suceso.

Pero no era el día de recriminarse, sino de ayudar a una compañera en desgracia. La señora de Tracatrán trazó en pocas palabras su plan: sólo había que meter a la señora de Magnífico en el mismo gabinete por el cual había escapado su esposo, darle un arma y esperar a que concretara la muerte del miserable escapista. Cuando volviese a salir, su silla en el club la estaría esperando.

El deseo de pertenencia de la señora de Magnífico ha debido cegar su buen juicio. De otro modo no se explica cómo pudo comprar una idea tan loca, y encima dejar que la señora de Tracatrán, viuda y copartícipe del fracaso mágico más grande de la historia, le ajustase el gabinete, cargase su arma y le diese un empujoncito envalentonador en la espalda al verla meterse al biombo. El resto de las Viudas Encantadas las dejaron hacer. Más que encantadas estaban aburridas y al menos aquella aventura las sacaba del marasmo habitual.

Cuando la señora de Magnífico desapareció dentro del gabinete se oyó el disparo esperado. Luego, curiosamente, se escucharon otros dos y luego otros tres más. Lo que vino después fueron tiros a diestra y siniestra, repartidos en descargas que sólo se apagaron tras diez minutos de fragor intenso.

Tras ese silencio, que las señoras juzgaron mortal, un hombre disfrazado de indio piel roja salió desde dentro del gabinete silbando distraído, se plantó sin mirar frente a las viudas y abriéndose el pantalón se dispuso a orinar. Fue un suspiro proferido a coro por las viudas -no se sabe si de impresión o de nostalgia-, lo que sacó al actor de su ensimismamiento, haciéndole mirar a los lados.

-Oh, perdón. Pensé que este era el baño de hombres -dijo con vergüenza apache, y subiéndose la bragueta, se fue por donde había venido.

De la señora de Magnífico nunca se supo nada más.



E.E.

Laboratory of Meaning. Making sense since 1969.

www.enriqueenriquez.net

THE KILLING TRICK

José Urriola


"Kiosquero" de German Herrera


Yo soy simplemente el que atiende el kiosco, el que lo mira todo desde el otro lado del vidrio.

Al mago lo condenaron a 349 años de prisión. A mí a 178, nada más. Pero si me porto bien, me rebajan la condena a 170, me dan un descuento por buena conducta. Y me ofrecieron que si limpiaba la sala luego de la función me daban solamente 145 años de pena, que lo pensara porque era un negocio razonable. Que si prefería atender el kiosco eran los 178 completos. Y yo escogí pudrirme como kiosquero que pasarme el resto de la vida limpiando el reguero de los demás. Es que si no, a uno se le deteriora la calidad de vida.

Al mago lo condenaron por asesino en serie, por genocida —que así lo titularon en el periódico—, por matar a centenares con su famoso truco noche tras noche en un teatro clandestino. A mí me acusaron de traición a la patria, por andar pensando y escribiendo mis «crimentales», que son el germen de todos los demás crímenes. Nos dieron derecho a la defensa, justo después de leernos la sentencia, y yo dije que no tenía nada qué decir; porque no se me ocurrió nada, tenía la mente en blanco y el cerebro fatigado de tanto insomnio y de tanto aburrimiento. El mago tampoco dijo nada, porque era mudo. Un día se le desapareció la cinta roja que siempre se sacaba de bajo la manga y para no arruinar el show hizo el truco con sus cuerdas vocales. Y desde ese día, palabra, no habló nunca más. Creo que ese truco tampoco lo repitió jamás.

El otro, por el que lo sentenciaron a cadena perpetua, sí. Todos los días. Aunque la condena inicial fue a muerte y la gente quería sangre; pero luego a puerta cerrada le ofrecieron el negocio y él aceptó. Tenía que hacer el truco todas las tardes a las 6 y tenía también que someterse dos veces a la semana a una inyección de neodrogas: 5cc de dorianina con faustinol aplicada debajo de la lengua, que así no se notan las marcas. Con eso el mago no envejecía. Se fue convirtiendo en un autómata especializado, no comía, no dormía, no hacía nada —porque todo se le fue olvidando—, excepto el truco de las 6. Un día me dijeron que yo también tenía que someterme a la misma dosis, que eso o el cargo de bedel. Y yo preferí seguir con el kiosco y casarme de por vida con la dorianina y el faustinol.

Todas las tardes a partir de las 4 me encargo de cobrar la entrada y vender los accesorios: las cuerdas con cinco nudos para los que quieren ahorcarse, la heroína, la coca, el popper, las hojillas, tengo de todo para todos los gustos. Mi kiosco se ubica justo a la salida del detector de metales y la máquina de rayos X, y justo antes de la entrada al gran salón. A 250 el boleto y a 50 el accesorio, el que sea.

La gente entra y ocupa su puesto frente a la tarima, cuando la sala está llena suena un timbre para avisar que en diez comienza la función. Allí se cierran las puertas y ventanas herméticamente, se atenúa la luz, se proyecta un seguidor sobre el telón. Sólo pueden ver el espectáculo los que hayan pagado, y yo, pero desde afuera, al otro lado del cristal. Es como ir al cine a ver una película muda, o como asomarse todas las tardes a un gran acuario donde los peces nadan por última vez. Nada se oye, todo se ve. Suena una segunda alarma que yo nunca escucho pero imagino, se descorre el telón y aparece el mago.

El mago mueve las manos, hace una coreografía minimalista, como si fuera un kata de un arte marcial prohibida que ya no se practica nunca más. Me lo sé de memoria y no me canso; y en las noches de insomnio lo repito mentalmente en un loop que sólo acaba con el amanecer. A veces ni eso.

Yo detesto a los que usan el popper, porque en pleno acto les estalla la cabeza, se revientan y lo dejan todo salpicado de blanduras calientes. Los de la heroína mueren sentados, como en un letargo que los difumina de a poco, esos me aburren un montón. Los de la coca entran en un trance desencajado de ansiedades, como si algo les electrocutara desde dentro; su muerte es graciosa pero sobreactuada, como si se empeñaran en demostrar que ellos se mueren el doble que los demás. Los que se cortan y se ahorcan se me antojan cobardes, realmente no quieren morir en manos del truco, lo que quieren es suicidarse. Me gustan, sobre todo, los que miran el show al natural. Porque esos bailan y brincan y se ríen y se tocan y se lo gozan. Es como si murieran víctimas de un orgasmo masivo.

Cuando el mago se retira, por la puertita de atrás, es la única persona viva en toda la sala. Se esperan cinco minutos —yo creo que porque algo siniestro se queda todavía un rato flotando y encerrado allí—, y luego entran los de la limpieza. Pero a esos no los miro ya, porque hay que cerrar el kiosco y dejarlo todo en orden para el día siguiente.

Mentiría si les digo que me pareció extraño o noté algo peculiar en el mutante, para mí simplemente se trataba de un espectador más. Le cobré sus 250 y le pregunté si quería algún accesorio, me dijo que una cuerda no estaría mal, pero inmediatamente dijo no, mejor no, prefiero hacerlo al natural. Ese día, como siempre, hubo truco, hubo cabezas que estallaban, hubo muertes en paroxismo y en languidez, hubo un montón de histriónicos y algunos cobardes. Lo único distinto fue que cuando se acabó la función no era el mago el único vivo, quedaba también el mutante en la última fila. Se levantó, caminó pausadamente hasta la tarima y, antes de que el mago pudiera fugarse por detrás, lo ahorcó a mano limpia.

Cuando le pusieron las manos encima y lo tumbaron al suelo para molerlo a rolazos y patadas, el mutante se reía. Se reía como ya nadie se acuerda de reírse en este mundo. Yo ceo que era porque saberse inmune al truco lo hacía sentirse, además de especial, inmortal.

Fue condenado a muerte en un juicio relámpago. Lo sentenciaron a ser desollado vivo en la plaza central, pero en eso apareció el director de la cárcel y dijo, no, un momento, que a este cretino (señaló con el dedo al mutante) le podemos sacar provecho. Es mucho lo que nos está haciendo perder para ejecutarlo y nada más. Y por algo hemos estado invirtiendo en éste infeliz (esta vez el dedo gordezuelo apuntó hacia mí).

Le cambiaron la sentencia por una idéntica a la del mago pero con el doble de dorianina y faustinol. Lo único que había que hacer era enseñarle el truco, y sólo quedaba una persona en el mundo que se supiera milimétricamente el ritual. El show, lo sabemos, debe continuar. Le enseñé aquello que durante décadas de insomnio había practicado mentalmente, aquella coreografía mínima de la que fui espectador de lujo durante millares de funciones y que me ocupaba toda la energía vital que me faltaba ya para siquiera comer o dormir.

Cuando el discípulo estuvo listo se reabrió la función a la clientela. Juro que funciona como si nunca el mago se hubiera ido.

Yo sigo siendo simplemente el que atiende el kiosco, el que lo mira todo desde el otro lado del vidrio.



GIRL, YOU'LL BE A WOMAN SOON

Humberto Valdivieso


Ya había circulado suficiente ácido entre nuestras lenguas. Hasta ese encuentro nunca arañamos tanto nuestra piel como para dejar las palabras tatuadas alrededor de la espalda. Aquel día, donde permanecimos lerdos y enamorados, fue el momento más absurdo de nuestro destino. Las circunstancias nos pedían enfrentar la mentira o la verdad. Hoy tengo la seguridad de que cualquiera de las dos nos daba igual. Estuvimos juntos largo rato. Al principio no teníamos idea alguna de todo lo que pasaba afuera. Sólo escuchábamos a Neil Diamond orar en la tienda tal como siempre ocurría en alguno de nuestros recuerdos:

Girl, you'll be a woman soon,
Please, come take my hand
Girl, you'll be a woman soon,
Soon, you'll need a man

Detrás del depósito donde nos encontrábamos aullaban los lobos. En la puerta del negocio había motos que lamian sexos cubiertos de cuero negro bajo un sol que dolía desde el amanecer. Entre el mostrador y la cortina que nos delataría para siempre estaban los sabuesos que nos habían dado a luz, las nalgas incestuosas de algunos licenciados en letras y el dedo de una justicia que solía caminar ebria buscando whiskey con el radar que empuñaba en su índice acusador. Recordé, con esperanza y temor, un sueño farmacéutico donde cierto mago me había dado tres soluciones a la vez:

a. Un disparo que olvidara el camino de los órganos y abriera un orificio justo en las palabras que servían para solicitar justificaciones al sexo.

b. Un grito que desintegrara las ideas de quienes no hubiesen probado fluidos ajenos en la oscuridad.

c. Una danza de mujeres que sólo tocaban mujeres, guiada por cantos que alejaban las miradas de aquellos capaces de recorrer con la lengua el piercing de alguien que alguna vez los había hecho llorar.

Mientras nuestros labios se apretaban buscando corredores en las palabras del mago, Neil Diamond seguía orando:

They never get tired of putting me down
And I'll never know when I come around
What I'm gonna find
Don't let them make up your mind.
Don't you know...

Antes de haber descubierto que cualquier solución era inútil ya todos habían entrado.

NOTA BENE: no es posible dar detalles de cómo actúa la magia. Además, en este caso ubicar al mago sería, por igual, una inaceptable traición. Lo único que puede ser aclarado aquí es que finalmente nada ocurrió. Años después un hombre, que canta en bares acompañado sólo por su guitarra, leyó las siguientes palabras en una improvisada carta: “No pudieron vernos. Horas más tarde nos hallábamos tan idos sobre la cama que nadie pudo explicar cómo desaparecimos. Jamás olvidaremos las palabras de aquella oración en medio de tanta oscuridad”.


LA CIENCIA DEL PAN CHINO

Roberto Echeto ®




En estos días terminé de leer El buscón de Quevedo. Quería sentarme a escribir un artículo donde hablara de la extraordinaria experiencia que viví al reencontrarme con esa novela. Quería sentarme a escribir ese artículo y citar el libro de Raimundo Lida o alguno de los ensayos que viene en el tomo dedicado al siglo de oro en la Historia y crítica de la literatura española coordinada por Francisco Rico, pero me ganó el estrés por tener en casa a mi pequeño Rodrigo de vacaciones y reclamando atención durante todo el día. Escribir agota y más si tienes que hacer un doble o triple esfuerzo para abstraerte de los desastres que con las tijeras hace un niño cuyo héroe es Mister Maker.

Decía que quería hablar de la Historia de la vida del buscón llamado don Pablos, y eso haré aunque termine con dolor de cabeza.

Me fascinó releer esta novela que más que una novela parece una traca del mal, un rosario de barbaridades en las que al protagonista le pasa de todo: desde caer a una letrina hasta participar en el asesinato de un corchete; desde robarle sus respectivas espadas a unos soldados hasta ver su rostro dividido por el tajo que le propinó un sicario…

—Papá, mira.
—Caramba, ¡qué belleza!

El buscón es un palmarés de hechos violentos que espeluznan al lector de cualquier época no sólo por la propia violencia, sino por la manera como don Francisco los ordenó. Tómese como ejemplo el recorrido geográfico que a lo largo del libro realiza Pablos. Véase cómo el primer viaje (Segovia, Alcalá de Henares, Madrid, Segovia) es un desplazamiento esperanzado en el que el protagonista sale de su casa rumbo a la escuela. En ese itinerario, Pablos realiza decenas de fechorías menores, travesuras que tienen más de chusca inocencia que de auténtica maldad. Sin embargo, en el segundo traslado (Segovia, Madrid, Toledo, Sevilla, América) don Pablos aprende toda suerte de fullerías y conoce a los mil y un impostores, tahúres, tracaleros, estafadores, ladrones y asesinos de distintas pelambres.

(En este punto Rodrigo me interrumpe otra vez y me pide que vea la mano de monstruo que acaba de hacer con un rollo de cinta adhesiva y un marcador verde. Yo le ofrezco un pan chino, se lo doy y sigo escribiendo mientras él —ñaca ñaca— mastica que te mastica).

Entre los episodios de la novela que más me impresionaron hay dos que me encantaría reseñar. En uno don Pablos se encuentra con un loco que lee con fruición un tratado de esgrima. Este hombre se baja de su caballo, empieza a hacer piruetas y a nombrar cada posición que asume con la nomenclatura del álgebra, hasta que un cuchillero de verdad le da su merecido. El otro momento memorable es aquél en el que don Pablos se reúne con los cofrades de la banda de pícaros y recibe instrucción sobre cómo debe hacer para que sus ropas harapientas parezcan trajes de altísima costura…

—Papá, otro pan chino, por favor —me interrumpe Rodrigo implacable.
—Voy.

…Ese capítulo es una obra maestra de la literatura. La descripción de cómo los doctores de la trácala pespuntan los cuellos de sus chaquetas, encajan los rotos y bordan con hilos de distintos calados es sólo superada por la escena en la que los corchetes allanan la guarida de los predadores mal cosidos y, al tratar de prenderlos, no hallan de dónde asirse porque cada vez que agarran la pernera, la manga o la gorguera de un ladrón, éstas se les quedan en las manos sin los cuerpos a las que pertenecen.

Rodrigo me interrumpe nuevamente y me pregunta si quiero compartir con él su pan chino. Yo le digo que sí y pienso que el hambre es uno de los grandes temas de la picaresca española, pero sólo me queda espacio para repetir que El buscón de Quevedo es una maravilla.

Y ojalá ustedes puedan leerlo algún día.


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INDIFERENCIA SUICIDADA

Francisco J. Pereira



Gogüi tenía un sombrero de copa que era especial. Así lo demostró una tarde en su última presentación durante la fiesta infantil.

Mostró a los chicos las palmas de sus manos enguantadas de blanco, las metió en la chistera, hurgó en ella y, con movimientos temblorosos, un ramillete de flores sacó. Se las ofreció a Mili, una niña del público que estaba sentada en primera fila; ella ni se inmutó.

En un segundo acto, giró y giró las manos en remolino, introdujo su izquierda en el sombrero y luego de hacer tensión, anudados uno tras otro, una docena de pañuelos de colores sacó.

Los niños aplaudieron. Mili tomó un sorbo de su Frescolita y no sonrió, ni aplaudió.

Un mohín de extrañeza manifestó el rostro de Gogüi al observar la actitud displicente de la niña.

Entonces miró dentro del sombrero y con cara de asombro, poco a poco una sombrilla bordada de luces de colores que titilaban sin cesar sacó.

Mili, indiferente, le entornó la mirada a Gogüi, tomó sus medias rosadas y las subió hasta sus rodillas.

Esta vez, puso sus manos sobre la boca del sombrero, las hizo oscilar, y un conejo más asustado que juguetón de un brinco en el regazo de la niña cayó. Ella, con desagrado, lo rechazó.

Gogüi tomó el sombrero por el ala, lo mostró dándole vueltas, lo colocó sobre la mesita, se concentró, las gotas de sudor corrían por su frente. Con ojos exaltados miró por largos segundos el insondable fondo, dio tres rondas por su contorno con la varita, echó escarchados polvos mágicos y su aliento le sopló.

Un gran león de pelo blanco rugiendo saltó y a la niña de un bocado se la comió.



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LA TIRANÍA DEL HUMOR

Wolfgang Gil




Contra la estupidez, los propios dioses luchan en vano.

Schiller.




La gente cree que soy un asesino. No me comprenden. Solo he sido alguien con mucho sentido del humor. Tal vez mi humor no haya sido bien comprendido. Quería demostrar solo que tan tonta es la gente.

Déjenme contarle mi historia. Desde pequeño me han gustado las bromas. Cuando iba a la tienda mágica, lo que me atraía con una pulsión irresistible eran los lentes de rayos X para ver sin ropas a las chicas, los excrementos falsos para engañar a los incautos, los dientes de vampiro para asustar a las viejitas, y los explosivos para cigarrillos para escarmentar a los viciosos. En cambio, no me producían el mismo efecto los juegos de prestidigitación. Nunca pude hacer desaparecer una baraja con eficacia ni mucho menos lograba meter un aro de metal dentro de otro. Sin embargo, me quedó la esperanza que me enseñaran como se corta a una persona en dos y volverla a unir, o cómo desaparecer a alguien. Por otra parte, siempre me quedé con la ilusión que detrás de la cortina de la trastienda se encontrara un Stargate, portal interdimensional.

Después de divertirme mucho en mi infancia con estos artilugios, pasé en la adolescencia a tomar un aire más sofisticado. Me hice aficionado a burlarme de la gente construyendo frases ingeniosas que se les hacía difícil comprender a mis interlocutores: «Cuando afrontamos una decisión importante, debemos ser valientes para tomar la manera más cobarde de evadirla».

Pero como mi público no era muy sagaz, pasé a hacer una broma de mucho más calado. Al comienzo dije unas estupideces que nadie se podía creer, solo que lo dije de una manera muy seria. No quería que se dieran cuenta de mi burla. Pero se lo creyeron. Así que traté de decirles cosas más absurdas. En el fondo esperaba a que alguien se diese cuenta y se comenzaran a reír. Pero no sucedía. Les inventé un símbolo que saqué de un libro y unos lemas que tomé prestado de otros. Les dije que eran superiores a los demás. Me dio la impresión de que me estaban siguiendo la broma. Que todo era como un teatro, pero lo que pasaba es que había más y más gente siguiendo el chiste.

Me nombraron presidente de la república. Fui lo suficiente audaz para pedir que me nombraran dictador vitalicio. Yo esperaba que eso los hiciese despertar. Pero no, me lo otorgaron. Y dieron muchos más poderes de los que les pedí. Me dieron el control sobre sus vidas. Querían que yo les guiase. Que les diese el sentido a sus estúpidas vidas.

Empecé a preocuparme. Le dije que era solo una charada, pero no me creyeron. Ya estaba en una posición en que todos me reían mis ocurrencias. Creían que solo les estaba tomando el pelo. El líder absoluto de una fuerte dictadura no podía haber llegado a esa posición solo por una broma de colegial. Ya no había forma de escapar sino destruyendo lo que yo había creado.

Comencé a invadir a los países vecinos con la esperanza de que me vencieran rápidamente. Pero mis fieles generales ganaban territorios para mí. Nuestros vecinos se dejaron invadir casi sin oponer resistencia. Mi popularidad iba en aumento. No sabía ya qué hacer. Provoqué la persecución de grupos minoritarios dentro de mi propio país. Esperaba que la indignación moral minara las bases del régimen. Pero parece que el efecto fue el contrario. El odio a los semejantes reforzó la unidad nacional.

Ofrecí apoderarme de todo el planeta con la esperanza de que alguien se diese cuenta de mi locura. Pero no hacía sino aumentar mi popularidad. Hasta llegaban invitaciones de partidos extranjeros pidiendo que invadiésemos a sus respectivos países. Lancé una guerra en todos los frentes para debilitar nuestras fuerzas. Aun así, costó para que algunos países se resistieran.

Di órdenes confusas y descabelladas a mis generales. Esperaba que mis caprichos nos debilitaran. Pero no hice sino confundir a los generales enemigos. Afortunadamente, un golpe de suerte y el último esfuerzo de los enemigos, pudo acabar con nosotros.

Ahora, estoy preso esperando juicio. Me preocupa que exista gente que me considere como un gran hombre. Yo solo trataba de hacer reírme de los demás. Y, tal vez, que ellos se rieran de sí mismos cuando descubrieran su propia estupidez. No logré ni que reconocieran su irracionalidad ni que se rieran.

Creo que tengo merecida la horca. Espero que se me ocurra algo gracioso para decir como mis palabras finales. O puede que solo pida disculpas. Espero que comprendan que todo solo fue un juego. Sin querer, jugué a ser Dios.

¿Es malo jugar a ser Dios? ¿Puede haber mejor juego?


MAGIA PARA DUMMIES (*)

José Javier Rojas




A Nikola Tesla y Thomas Edison, in memoriam


Siempre ha habido magos y siempre han tenido mucha prensa favorable con gran éxito de público, y todo ello mucho antes de que cierto adolescente miope se volviera el acontecimiento editorial que marcara con la cicatriz de su frente el final del siglo veinte. En el libro del Éxodo se cuenta que Moisés enfrentó en sus términos a los magos del faraón, quienes creyeron tener ventaja sobre el limitado repertorio del airado aspirante que se presentó ante ellos en plan camorrista y libertario. En la corte egipcia, sigue el relato bíblico, los magos hicieron prodigios al volver sus bastones serpientes en respuesta a lo que hizo Moisés al arrojar el báculo de su hermano Aarón al suelo. Aunque las Escrituras destacan que la serpiente de Moisés se comió de una sentada a las otras y sin dificultad, tal cual empresa “recuperada” por el Estado se come el presupuesto nacional, pues era así la voluntad de Dios (eso, lo de liberar a los israelitas, no lo de quebrar la hacienda pública). Uno no puede dejar de observar que hacer magia y volver a unos inanimados bastones unos siseantes ofidios no es cosa que se vea todos los días en el Youtube (pero vayan y busquen el clip de la película de Cecil B De Mille; metan Moses, Charlton Heston y Yul Bryner a ver si no lo han quitado todavía).

La tradición recoge que San Patricio, patrono de Irlanda, de los borrachos fanáticos de la cerveza verde y de los Celtics de Boston, también se enfrentó con los magos que encontró allí cuando fue a cristianizar a esas buenas gentes para sacarlas de su errónea tradición pagana. Los sabios druidas no se tomaron nada bien que les fueran a cantar misa tridentina en su terreno y profirieron con sus hechizos, ensalmes, sahumerios y conjuros contra el santo una cuota generosa de sapos y culebras. Estas últimas fueron a su vez desterradas de una vez y para siempre de Irlanda por el bueno de San Patricio, quien a diferencia de Moisés, resultó ser un eximio exterminador de plagas. Según la tradición y los católicos recalcitrantes, las únicas serpientes que se ven desde entonces por allá son los impíos protestantes monárquicos, esos ingleses que les afean el paisaje con su mala ortodoncia.

Entendido entonces que hemos tenido magos desde siempre pero cabe insistir en la pregunta obvia, ¿qué es eso de la magia? La respuesta canónica es que es una ciencia auxiliar de la tradición (siendo las otras dos la alquimia y la astrología). No son magos entonces estos señores del arte del birlibirloque y la prestidigitación, como los escapistas, mentalistas y demás especímenes circenses y del vodevil reciclados hoy en la TV. El mago, el de verdad, se supone que hace con lo poco y lo simple lo mucho y lo casi imposible para quien no domina su conocimiento arcano. Lo otro apenas es una combinación afortunada cimentada en el secreto profesional de trampas falsas de tramoya, humo en los ojos, distracción para confundir los sentidos, manos hábiles y juegos de luces y espejos para entretener al público ávido de entretenimiento.

Practican magia los rabinos cuando crean y animan al Gólem, o cuando se juntan para mandarle un carajazo psíquico a Ariel Sharon por desocupar a juro de los Altos del Golán, dejándolo vuelto un bagazo babeante a la vuelta de pocos meses. Practican magia las viejitas pías de las cofradías cuando se juntan en cadenas de oración a rezar el santo rosario para que el Presi se deje de tanta jodienda alucinada. Otro tanto hacen los babalaos que en plan de contratistas importados le hacen la contra a dichas viejitas empecinadas. En un caso y en otro, tanto si es un sacerdote vudú volviendo zombie a un haitiano paupérrimo (valga la redundancia) o si es un mago en una piñata haciendo pases con la baraja para divertir a los mocosos impertinentes, la magia parece ser cosa de expertos metidos en el ajo desde hace rato. Dice el adagio acuñado como advertencia que uno debe conocer muy bien las hierbas si va a meterse a boticario, o atenerse a las consecuencias de su osadía.

Son tiempos para los intrépidos y los insensatos los tiempos que corren, pues el conocimiento se ha abaratado, y cualquiera se atreve con cualquier cosa, pues no hay nada secreto para la cultura del hágalo usted mismo. Todos somos magos gracias a los avances de la ciencia aplicada en tecnología cotidiana, esa que nos ha dado un poder sobre la naturaleza que no puede sino ser tildado de mágico. Ver, hablar y oír a distancias oceánicas; rememorar recuerdos vívidos exactos de eventos pasados hace décadas; controlar la temperatura, luz, humedad y hasta los olores del ambiente: puros milagros sin salir de la sala de estar, donde tenemos el televisor, el teléfono, la radio, el reproductor de alta fidelidad y el de video, así como el aparato de aire acondicionado.

Como Mickey Mouse, tomamos la varita que el brujo dejó mal parada y saltamos a hacer hechizos sin tener ni idea de lo que estábamos haciendo. En tres generaciones veremos los efectos de niños que hablan por sus celulares y se la pasan pegados a estéreos y consolas personales antes de tener edad suficiente para aprenderse la tabla de multiplicar. Hemos domesticado al electrón, ya jurungamos confianzudos el ADN como si fuera plastilina y las máquinas del futuro inmediato tendrán el tamaño de una micra o menos para hacer lo que ahora ni siquiera soñamos. Benditos sean el teflón, el kevlar, el velcro, el nylon y la licra, cosas de las que mis abuelos apenas si llegaron a oír, así como el plástico que volvió a la baquelita objeto de coleccionistas nostálgicos. Todas esas moléculas que no existían y que nos hemos estado inventando, aumentando el inventario de cachivaches de lo que antes no era ni había y ahora es y seguirá siendo por eones. Al final, lo único biodegradable que quedará seremos nosotros. El soylent verde es gente. Magia para imbéciles al alcance de un botón. Pulse aquí, y tenga fe, que el destino ya casi nos alcanza.


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(*) No confundir con Magia para Dummies ®

¿OCURRIÓ?

Iván Niño




Uno no tiene idea de lo que le puede pasar en la vida, así que aquel mediodía, cuando entré en esa tiendita ubicada en una de las transversales del boulevard y atravesé el umbral de su pesada puerta por primera vez en mi vida, fui a encontrarme con algo que al terminar el día no sabía a ciencia cierta si había, siquiera, sucedido. Lo único que puedo garantizarles es que la vida siguió a pesar de que ya no era yo quien la vivía. Ocurrió así:

Tras dar tres pasos hacia el viejo mostrador de vidrio y perfiles de aluminio, típico de los años ochenta, fui aproximándome a un tipo de más mediana edad que yo y que mostraba una mueca burlona de pírrica victoria tras mi traspiés con el chiste del balde de agua falso que lo recibía a uno al atravesar la puerta. Ya incorporado, me vi reflejado en paredes de espejo mientras intentaba encontrar la fuente de la que emanaba un desagradable olor muy parecido al que se respira en las peluquerías: una vaina «cloacal» y en esas estaba cuando noté que sobre mi hombro reflejado se asomaba una figura femenina que no divisé al entrar, pero que ahora estaba allí. Me giré rápidamente para verla directamente y ya no a través del reflejo y al hacerlo me descubrí desconcertado: ella ya no estaba allí, me volví hacia el espejo y allí estaba de nuevo, así que pensé: «¿Coño, qué vaina es esta?» Al girarme de nuevo sólo lo hice un poco, lentamente, como si estuviera tratando de engañar a un niño con el que jugaba a las escondidas y me encontré ante la mueca burlona del viejo chistoso de mierda, ¿era él quien olía tan mal u otra de sus bromas pesadas? «¡Qué fetidez de mierda!» Pensé o no sé si lo dije, igual seguía allí, callado con su sonrisa de payaso en plan de retiro, igual terminé de girarme y nuevamente la chica no estaba.

Empezó a costarme disimular mi desconcierto, sabiéndome observado por ese viejo de mierda; lo que más me inquietaba era que conocía a esa chica, era una de esas caras familiares que de pronto asaltan la memoria aunque uno no logre precisar de dónde, pero sin duda, no era de allí de dónde la conocía, lo que empeoraba la situación. Mi mente giraba como un disco duro tratando de ubicar un archivo cuya ubicación y nombre no recordaba, así que sentía una especie de corto circuito mental.

Terminé comprando como un autómata el encargo y salí de la tienda con una amarga sensación de engaño, deseando regresar y golpear al viejo de mierda hasta que confesará qué clase de truco hacia para que aquella chica apareciera y desapareciera de aquel modo. En todo momento me sentí ridículo, era como si no hubiera estado realmente allí o ese viejo de mierda y la chica fueran espejismos de mi memoria, uno de esos fantasmas que dicen habitar dentro de uno.

No había andado ni media cuadra cuando sentí un abrupto y agudo dolor de cabeza, la imagen de aquel viejo de mierda regresaba, la chica estaba detrás de él, como una sombra, sonreía, lucía deslumbrante; agité mi cabeza para despejarla de la imagen, pensé que me habían drogado con una de esas vainas que usan para aprovecharse a voluntad de uno, pero aún me sentía consciente de lo que pasaba. Me detuve, me recosté de un carro estacionado y encendí un cigarrillo. Al acabarlo, decidí volver, ese viejo de mierda no me iba a joder a mi.

Apenas atravesé la puerta el viejo de mierda se mostró contrariado al no ver ninguna reacción de mi parte por la bromita del balde falso, como si acaso un chiste repetido hiciera la misma gracia que la primera vez que se escucha. Solté la bolsita en la que tenía el regalo, saqué mi nueve de la cintura. Sentí el frío del metal y ya me imaginaba como estallaría su cabeza cuando le diera justo en la frente. Me aproximé a paso acelerado y lo tomé por el cuello de la camisa. Desconocía la fuerza que estaba teniendo en ese momento, nunca antes había reaccionado de tal forma. Pero justo cuando estaba a punto de disparar, en el reflejo del espejo detrás de él reapareció la chica, sostenía un cigarrillo, me miraba como si estuviese esperando que hiciese lo que me proponía. No lucía asustada ni algo por el estilo. Estuve tentado a voltearme pero el viejo comenzó a gritarle. Le pedía que hiciera algo y yo sólo tuve una breve visión de una sonrisa cómplice cuando halé el gatillo para callarlo, no recuerdo el ruido del disparo. Hubo más bien un extraño silencio. El desvanecimiento del viejo fue inmediato. Lo solté dejándolo caer y me giré completamente al notar que la chica ya no estaba en el reflejo. Se había ido con la vida del viejo de mierda y supe que no volvería a verla nuevamente.


Salí sin sentir ningún remordimiento, cómo si nunca hubiera estado allí. Nadie pareció escuchar el disparo, nadie notó mi presencia. Ahora estaba en mi casa, ante una taza humeante de café con leche y un cigarrillo en la mano. El humo ascendía como en una filmación de documental. Mi novia llegó y todo parecía normal. Hablé con mi madre media hora al teléfono, mis sobrinos llamaron para pedirme entradas para un concierto al que querían ir y yo esperaba que algo ocurriese cuando el noticiero empezó con la crónica roja del asesinato certero de una pareja de comerciantes en el boulevard: un viejo y una joven, hecho ocurrido en una tienda de magia.


LIBERACIONES V

Daniel Fernández García



Desde niño nunca he entendido muy bien por qué los escapistas entran dentro del mundo de los magos. Es decir, entiendo muy bien por qué un prestidigitador (*) cae en esa categoría. Digo, hace aparecer y desaparecer cosas, como todos los magos, pero la única gracia de un escapista es esa, escapar.

El mago pocas veces se expone al riesgo de morir, a lo sumo, en la mayoría de los casos se expone al riesgo de que el truco no resulte o, con mucha mala suerte, puede llegar a perder un dedo. El escapista arriesga mucho más.

En escena el mago tiene una asistente que le ayuda a guardar los conejos y las palomas que ha ido sacando de su sombrero, de su manga, de su abrigo, de la boca de quien lo acompaña. El mago logra matar a una persona sin que esta muera: la corta por la mitad, y mientras los pies de ella —suele ser mujer— se sacuden en un extremo del escenario, su cabeza sonríe en el otro, hasta que vuelva a ser reunida en una sola pieza. No solo la corta en mitades, a veces también la descompone, la destruye, la quema, la pulveriza o simplemente la hace desaparecer, tal como lo ha hecho con cartas, con animales, con flores.

Los magos siempre me han causado gracia porque tienen todo planificado para que nadie descubra el truco por más que se lo investigue, y esconden todos sus artificios y artefactos para que sigamos creyendo en la magia. Todos nosotros nos dejamos engatusar por los magos y creemos en algún momento que estas personas son seres sobrenaturales, que juegan con la física y la matemática, que obligan a recular a la naturaleza como si fuera el león que ya domaron y que nunca se volverá contra su domador. El mago arriesga muy poco, de hecho, podríamos decir en este sentido que estos “artistas” son meros estetas, que se preocupan por su presentación, por esconder cualquier falla si el truco no resulta, porque su ayudante sea bella, porque el ojo del espectador se pose sobre la mano que no tiene que hacer el movimiento clave, y se preocupan, finalmente, porque su sonrisa sea convincente.

Pero estoy siendo injusto, los magos se dedican a los trucos y trabajan con todo lo que puede hacer soñar al espectador. Hacen mentalismo, prestidigitación, trucos de escena y todo lo que nos haga creer que lo imposible es posible, incluso escapismo. Sin embargo, los escapistas, a pesar de haber empezado como magos en la mayoría de los casos, no se dedican a hacer resucitar animales, ni de llevar al borde de la muerte a otras personas y traerlas, ni de adivinar a través de un número los secretos más íntimos de las personas. Ellos se dedican a jugar con su propio cuerpo.

Los escapistas se caracterizan por no hablar mucho, y cuando lo hacen presentan su truco. Suelen no ser muy empáticos o atractivos y no tienen mucho histrionismo en escena, simplemente se dejan atar mientras explican al público lo que tratarán de hacer y luego se introducen en un tanque con agua, en un ataúd tapado con tierra, en una caja a la que se le prende fuego, en suma, en lugares en los que, de no haber un escape rápido, lo más probable es que mueran.

El truco más común en esta especialidad es introducirse en un tanque con agua, de las medidas que sean necesarias para que el truco sea espectacular. A menudo, el escapista es introducido atado con cadenas o cuerdas al interior del contenedor, mientras una cortina tapa totalmente los movimientos del hombre en el agua. Aquí no vemos nada, ya no hay que desviar la mirada hacia ninguna parte porque el truco se produce detrás de la cortina. Es imposible que veamos si algo está fallando, y cuando se levanta la cortina esperamos ver que el mago no se encuentre dentro y que se ha liberado para aparecer en otro lugar del teatro, y así hacernos creer que lo imposible es posible, nuevamente. El problema de que el truco no funcione es que, en el caso de los escapistas, no se puede esconder la falla: con buena fortuna solo el tanque queda roto, con mala fortuna, también queda un cuerpo tirado en medio de la escena.

El escapista no tiene temor de mostrar sus trucos, de decir donde esconde las llaves o de mostrar los nudos que utiliza cuando lo atan, porque sabe que no es solo el ingenio el que le da paso a la liberación, sino también la destreza y una disciplina espartana, un sacerdocio por el escape, que no muchos están dispuestos a seguir. El truco del escapista está en arrancar de sí mismo, concentrarse en evitar que lo alcance cualquiera, inclusive el mismo truco. Pero nosotros no vemos nada de eso porque está tapado por el truco, por la cortina de la magia, lo único que vemos es un hombre que resucita luego de haberlo dado por muerto.


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(*) Entendiendo este concepto como quien hace magia solo con cartas, monedas, y en general, cosas pequeñas.

LA RAYA

Pedro Plaza Salvati




I

Me acerqué a la tienda de la calle 11. Afuera se observaba un letrero que decía «Transformaciones emocionales». El timbre sonó como una guitarra eléctrica. Un albino vestido de negro, con sombrero del mismo color, de pelo largo, con múltiples tatuajes que parecían manchas en sus brazos, abrió la puerta. Me llevó hasta el fondo del local, a la «sala situacional», decorada con unos cuadros alusivos al Planeta Mercurio, Nostradamus y Jimmy Hendrix. Una luz caía en forma de cono sobre el centro del recinto. Al sentarnos en la mesa y sillas de madera gruesa, me pidió que extendiera mi mano izquierda, la del corazón, que parecía un alocado mapa de carreteras. Le expliqué que no venía por esas líneas, que no perdiera el tiempo, que se trataba de la raya de Carolina. «Soy muy celoso», le dije. El hombre, que era una especie de mago yogui, mitad truquero mitad sabio, me escuchó con atención. Pensé que no respiraba y sus párpados eran inmóviles. Se parecía a Johnny Winter, el rockero albino más famoso de la historia. Luego de oírme, casi sin pensarlo, sentenció que tenía que largarme a la playa unos días, con urgencia, antes de que ocurriera una tragedia.



II

Mi problema eran los asaltos emocionales y la raya de Carolina. Ella empezó a mostrarla un día en una librería. Estaba agachada buscando un libro en el estante inferior, cuando noté que se le veía la raya. Por unos segundos pensé que ella no era ella y me sentí atraído como si no la conociera. Pero al enfocar la mirada, de golpe, me di cuenta que era la mismísima Carolina: pantalón, pantaleta, la raya en el centro de la parte superior de sus glúteos, y el cabello que le caía encrespado cerca de la cintura, al tiempo que sostenía un libro en la mano. Debía tener las piernas adormecidas de tanto mantener esa postura. Un par de tipos la observaba. ¡Bomba sexy! Me enfurecí y le dije «te pasaste de la raya, vámonos». No la dejé siquiera que pagara el libro.

¿Por qué mostraba su raya si ella era seria y de buenos principios? ¿Acaso será que soy demodé, inflexible? Puede ser. Además, ella me decía que no era intencional, que me relajara, y hasta me advirtió que estaba molesta. Podría haber implícita una situación fashion, sin matices sexuales: Si las mujeres usaban ahora pantalones de tallas más grandes o no se ponían correa a propósito, para que se les viera la raya, no habría mucho que yo pudiera hacer. A lo mejor no cabría otra que adaptarme, pero sentía que podía estallar en cualquier momento. Para mí, era una de epidemia de libertinaje.


III

La raya de Carolina era pequeña. Se le veía al momento en que se le bajaban los pantalones unos centímetros y mostraba el inicio de la vereda que separa las dos montañas glúteas, territorio firme y blando, suave y pálido. De pronto la veía borrosa, como si no fuera humana, como una metáfora de caminos. ¿Qué era su minúscula raya en la inmensidad de líneas del universo? Algunas rayas son imaginarias, otras reales. Las de la frente que se arruga, son testimonio de la impermanencia; la de una carretera, marca la ruta; la que dibuja un cirujano plástico con el bisturí, aflora la vanidad; la que yace blanca como cadáver sobre el campo de futbol, es pasión y euforia; las del cielo son ilusiones. Si te pasas de la raya, vas preso. Si no la cruzas, eres un cobarde. Si te quedas encima eres un indeciso. ¿Cuantos conflictos y desgracias han ocurrido por una raya? Hombres caídos en combate por traspasar fronteras; un mendigo que parece ladrón termina con una bala en la cabeza, al buscar un trozo de comida putrefacta; un viejo sin lentes es atropellado al cruzar una calle fuera del rayado; amantes acuchillados que transgreden la línea de la fidelidad; agresiones de animales que dibujan límites cuando ladran, aúllan, rugen, atacan; ellos también conocen de las rayas que no deben ser cruzadas, líneas instintivas

El otro día me llegó una postal de un amigo desde París. Había una foto estampada en blanco y negro de una francesa sentada en una acera. Se le veía la raya y las líneas de sujeción de la pantaleta, en forma de «u» invertida. La tarjeta tenía una nota: «Aquí comenzó todo». Me imagino que mi amigo se refería a la moda de mostrar la raya (no creo que al inicio de una relación con la chica de la postal). En Francia las mujeres son delgaditas, casi todas. Y esa raya era fina, la de la foto, como la de Carolina. Y pensé en la raya de Juana de Arco, cubierta bajo manteles de tela, y que la chica de la postal era la incitadora de una nueva revolución cultural: La revuelta de las rayas.


IV

Luego de la visita al Mago Yogui, estábamos en un espacio abierto. Carolina se agachaba. Se me ocurrió, en ese momento, bajarme el cierre del pantalón, que para mí sería el equivalente, más o menos, a dejarse ver la raya. Se quedó pensativa. Luego, en medio de la gente alrededor nuestro, se quito la camisa. Acto seguido me saqué el pantalón. Ella se bajó su falda larga de blue jean. Yo me liberé de la camisa y ella se despojó del sostén. Nos mirábamos frente a frente. Sus pezones repuntaban como lanzas coloradas. Me quité el calzoncillo y mi pene quedó expuesto como un cañón para defender algún fortín en la lucha de independencia. Ella se deslizó la pantaleta entres sus piernas y la lanzó al aire con la punta de los dedos del pie. Quedó descubierta otra raya, la frontal, que tenía los árboles y montes podados, como si un incendio forestal hubiese arrasado toda la vegetación esa mañana, como para darme una sorpresa, y el humo que quedaba olía a sexo, no había viento. Se volteó y me dio la espalda. La raya de Carolina se había agigantado y ahora las montañas suaves y pálidas, firmes y blandas, quedaron a la vista. Todo ocurrió en cuestión de segundos, como si no hubiera dado tiempo para pensar en lo que hacíamos. Estábamos desnudos. Seguíamos rodeados de gente que cada vez parecía más apacible. En ese instante ella se agachó de nuevo y quedó expuesta por completo; sus compuertas estaban expandidas, como si por esos caminos se pudiera iniciar el descenso al paraíso, al sentido de la vida.

Siguió un rato en esa posición. Levantó la tapa de una cesta. Sacó dos toallas y las puso sobre la arena.

―Tenía razón el Mago Yogui ―le dije a Carolina, al momento que apretaba mi dedo índice sobre el botón del equipo portátil de música.

Un pelícano se lanzaba al agua para atrapar un pez con su pico.


EL MAGO MÁS MALO DEL MUNDO

Juan Carlos Zamora



Desde el principio, es decir desde que a «alguien» se le ocurriera crear todo este caos que llaman mundo, ha existido la magia. Y es que así fue como comenzó todo, con unos polvos por aquí, un soplido por allá, unas palabrejas en un idioma extraño y, ¡KABUM! Luego, poco a poco y hasta nuestros días, han surgido sujetos que más o menos bajo el mismo esquema les ha dado por demostrar sus poderes mágicos…

Los conocemos como “Magos”, sí, así, magos; porque manejan la magia y conocen a fondo sus intríngulis (o al menos eso han querido hacernos creer). Han existido los buenos, como Merlín, Houdini, Mandrake, David Copperfield, Albus Dumbledor, Harry Po… bueno, en realidad no sé si Harry también, a veces dudo de ello; cuando veo las películas, me hace sentir lo mismo que con Frodo Bolson, y es que son los amigos quienes en realidad les impulsan a hacer las cosas y en ocasiones, hasta terminan resolviendo ellos mismos.

También están los regulares, como David Blaine o Criss Angel, y acá de verdad que no quiero crear polémicas, ésta es una opinión muy personal; pienso que las cámaras ayudan mucho y, al menos al señor Copperfield lo vi en persona. De todos modos y para no tener que batirme en duelo con nadie, realizaré un acto de escapismo y pasaré a incluir en esta clasificación al mago que me perseguía a todas las fiestas infantiles que tenían a bien invitarme en mi primer decenio de vida. Digo que me perseguía porque, o era el mismo mago, o eran los mismos trucos siempre; y el mismo esmoquin, y el mismo sombrero, y la misma capa, no sé, en fin, quizás era una franquicia y para ese entonces yo no sabía de esas cosas. El cuento es que la situación se tornaba a veces medio aburrida, y en pocas ocasiones soltaba uno un «¿cómo lo hizo?».

Le toca ahora a los malos. Hay también magos malos, muy malos. Recordemos a Rasputin, o Raspútin, quien según las malas lenguas dizque gustaba mucho libar bebidas espirituosas y andar en compañía de damiselas de dudosa reputación; incluso se le acusaba de estar en conchupancia con misia Alejandra (la zarina) para obrar en detrimento del régimen zarista. Pero no voy a ejecutar el viejo truco de meterme en camisa de once varas y mejor sigo adelante antes de que salga algún desaforado historiador y quiera caerme a patadas con un libraco más grande que el libro de las sombras. Decía que hay magos malos muy malos, y no puedo dejar de nombrar a Gárgamel (pobres Pitufitos). Tampoco a aquel que no puede ser nombrado… Jejejé, no, no estoy hablando de ustedes saben quien. Hasta donde sé, ese carajo no es brujo, dicen que hace sus vainas raras con tigres, toros, chupacabras y no sé que otros animalitos silvestres pero, a mi no me consta.

Voldemort, ya, lo dije de una vez para salir de eso, ¡fiusss! No olviden a Sauron, el nigromante (qué raro que no nombré a su antagonista, Gandalf, pero lo recordé como por arte de magia, y precisamente de eso se trata…) Pero, permítanme decirles también que, entre los magos malos, malos más malos del mundo, está, alguien que ha pesar de la gran cantidad de años transcurridos, aún hace que me repita la misma pregunta: ¿Cómo lo hizo?

El mago más malo del mundo, señores, es mi padre. Sí, mi padre. Ese hombre realizaba una suerte de alquimia, para según él, deleitar a la audiencia con la transmutación casi inmediata de un objeto en otro. Era así entonces que, esta inocente criatura se la pasaba recogiendo cuanto objeto pequeño y de poca valía consiguiera para que «El Mago» procediera, mediante pases mágicos y secretos conjuros, a convertir el objeto en cuestión en una nada despreciable moneda, o un apetecible bocadillo. Y ustedes se preguntaran, ¿dónde está la maldad? Pues paso a contarles rápidamente.

Resulta que un buen día, se me ocurrió la brillante idea de buscar un objeto de mayor tamaño, pensando obviamente en obtener algo a cambio de más valor, o en su defecto, más volumen y mejor sabor. Corrí a mi cuarto y de entre los juguetes menos usados, escogí una odiosa araña con ojos rojos y cuerpo y patas largas de goma que revolvían con su aspecto mis más intrínsecos y primitivos temores.

«Dos pájaros de un solo tiro, me deshago del repulsivo y maleable arácnido, y obtengo un sabroso chocolate, o una reluciente moneda de cinco bolívares (de los de entonces)», me dije. Recuerdo que fue uno de los días más largos de mi vida. Lo pasé viendo y repasando cada parsimonioso movimiento de aquel par de agujas negras que marcaban la hora y los minutos en el reloj de la sala. Hasta que al fin, el gran mago hizo su magistral acto de aparición, y ahí estaba yo, en primera fila, en VIP, expectante, avaricioso (tengo que reconocerlo). En mi cabeza desfilaban las más gustosas golosinas, incluso los soldaditos de plástico que podría adquirir gracias a la moneda que en pocos instantes se dejaría caer en mis manos.

«¡Jocus pocus! ¡Alakazam, alakazum!», me parece eran las palabras. Pero esta vez se requería más esfuerzo, y mayor concentración «¡Abracadabra, pata de cabra!» Sus dos manos, como protegiendo un tesoro, se posaron en las mías, y depositaron un grueso y rectangular chocolate relleno de coco, envuelto en papel dorado «¡Cómo lo hizo!»

Qué buen gusto me di. Lo comí poco a poco y escondido para no compartirlo con nadie («my treasure, my treasure…»), no me cepillé para mantener su delicioso sabor en mi boca al momento de acostarme, y así me dormí, feliz, satisfecho y tramando futuras y aún más lucrativas transmutaciones, hasta que en medio de la oscurana, abandoné la cama de un solo y estrepitoso brinco, con una sensación bastante conocida sobre mi indefensa barriguita. Era la araña, la maldita araña ¿Cómo diablos hizo para salirse y aparecer así, atrapada entre mi abdomen y el pijama de muñequitos chinos?

Parado allí, con los glóbulos oculares a punto de eyectar y produciendo jadeos estereofónicos, estaba yo, tembloroso y desorientado; y en el piso ella, burlona, irrespetuosa y desafiante. Lo peor fue, que desde la habitación contigua, se dejaba colar la malévola y comprimida risita del mago más malo del mundo.


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