INDIFERENCIA SUICIDADA

Francisco J. Pereira



Gogüi tenía un sombrero de copa que era especial. Así lo demostró una tarde en su última presentación durante la fiesta infantil.

Mostró a los chicos las palmas de sus manos enguantadas de blanco, las metió en la chistera, hurgó en ella y, con movimientos temblorosos, un ramillete de flores sacó. Se las ofreció a Mili, una niña del público que estaba sentada en primera fila; ella ni se inmutó.

En un segundo acto, giró y giró las manos en remolino, introdujo su izquierda en el sombrero y luego de hacer tensión, anudados uno tras otro, una docena de pañuelos de colores sacó.

Los niños aplaudieron. Mili tomó un sorbo de su Frescolita y no sonrió, ni aplaudió.

Un mohín de extrañeza manifestó el rostro de Gogüi al observar la actitud displicente de la niña.

Entonces miró dentro del sombrero y con cara de asombro, poco a poco una sombrilla bordada de luces de colores que titilaban sin cesar sacó.

Mili, indiferente, le entornó la mirada a Gogüi, tomó sus medias rosadas y las subió hasta sus rodillas.

Esta vez, puso sus manos sobre la boca del sombrero, las hizo oscilar, y un conejo más asustado que juguetón de un brinco en el regazo de la niña cayó. Ella, con desagrado, lo rechazó.

Gogüi tomó el sombrero por el ala, lo mostró dándole vueltas, lo colocó sobre la mesita, se concentró, las gotas de sudor corrían por su frente. Con ojos exaltados miró por largos segundos el insondable fondo, dio tres rondas por su contorno con la varita, echó escarchados polvos mágicos y su aliento le sopló.

Un gran león de pelo blanco rugiendo saltó y a la niña de un bocado se la comió.



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