THE KILLING TRICK

José Urriola


"Kiosquero" de German Herrera


Yo soy simplemente el que atiende el kiosco, el que lo mira todo desde el otro lado del vidrio.

Al mago lo condenaron a 349 años de prisión. A mí a 178, nada más. Pero si me porto bien, me rebajan la condena a 170, me dan un descuento por buena conducta. Y me ofrecieron que si limpiaba la sala luego de la función me daban solamente 145 años de pena, que lo pensara porque era un negocio razonable. Que si prefería atender el kiosco eran los 178 completos. Y yo escogí pudrirme como kiosquero que pasarme el resto de la vida limpiando el reguero de los demás. Es que si no, a uno se le deteriora la calidad de vida.

Al mago lo condenaron por asesino en serie, por genocida —que así lo titularon en el periódico—, por matar a centenares con su famoso truco noche tras noche en un teatro clandestino. A mí me acusaron de traición a la patria, por andar pensando y escribiendo mis «crimentales», que son el germen de todos los demás crímenes. Nos dieron derecho a la defensa, justo después de leernos la sentencia, y yo dije que no tenía nada qué decir; porque no se me ocurrió nada, tenía la mente en blanco y el cerebro fatigado de tanto insomnio y de tanto aburrimiento. El mago tampoco dijo nada, porque era mudo. Un día se le desapareció la cinta roja que siempre se sacaba de bajo la manga y para no arruinar el show hizo el truco con sus cuerdas vocales. Y desde ese día, palabra, no habló nunca más. Creo que ese truco tampoco lo repitió jamás.

El otro, por el que lo sentenciaron a cadena perpetua, sí. Todos los días. Aunque la condena inicial fue a muerte y la gente quería sangre; pero luego a puerta cerrada le ofrecieron el negocio y él aceptó. Tenía que hacer el truco todas las tardes a las 6 y tenía también que someterse dos veces a la semana a una inyección de neodrogas: 5cc de dorianina con faustinol aplicada debajo de la lengua, que así no se notan las marcas. Con eso el mago no envejecía. Se fue convirtiendo en un autómata especializado, no comía, no dormía, no hacía nada —porque todo se le fue olvidando—, excepto el truco de las 6. Un día me dijeron que yo también tenía que someterme a la misma dosis, que eso o el cargo de bedel. Y yo preferí seguir con el kiosco y casarme de por vida con la dorianina y el faustinol.

Todas las tardes a partir de las 4 me encargo de cobrar la entrada y vender los accesorios: las cuerdas con cinco nudos para los que quieren ahorcarse, la heroína, la coca, el popper, las hojillas, tengo de todo para todos los gustos. Mi kiosco se ubica justo a la salida del detector de metales y la máquina de rayos X, y justo antes de la entrada al gran salón. A 250 el boleto y a 50 el accesorio, el que sea.

La gente entra y ocupa su puesto frente a la tarima, cuando la sala está llena suena un timbre para avisar que en diez comienza la función. Allí se cierran las puertas y ventanas herméticamente, se atenúa la luz, se proyecta un seguidor sobre el telón. Sólo pueden ver el espectáculo los que hayan pagado, y yo, pero desde afuera, al otro lado del cristal. Es como ir al cine a ver una película muda, o como asomarse todas las tardes a un gran acuario donde los peces nadan por última vez. Nada se oye, todo se ve. Suena una segunda alarma que yo nunca escucho pero imagino, se descorre el telón y aparece el mago.

El mago mueve las manos, hace una coreografía minimalista, como si fuera un kata de un arte marcial prohibida que ya no se practica nunca más. Me lo sé de memoria y no me canso; y en las noches de insomnio lo repito mentalmente en un loop que sólo acaba con el amanecer. A veces ni eso.

Yo detesto a los que usan el popper, porque en pleno acto les estalla la cabeza, se revientan y lo dejan todo salpicado de blanduras calientes. Los de la heroína mueren sentados, como en un letargo que los difumina de a poco, esos me aburren un montón. Los de la coca entran en un trance desencajado de ansiedades, como si algo les electrocutara desde dentro; su muerte es graciosa pero sobreactuada, como si se empeñaran en demostrar que ellos se mueren el doble que los demás. Los que se cortan y se ahorcan se me antojan cobardes, realmente no quieren morir en manos del truco, lo que quieren es suicidarse. Me gustan, sobre todo, los que miran el show al natural. Porque esos bailan y brincan y se ríen y se tocan y se lo gozan. Es como si murieran víctimas de un orgasmo masivo.

Cuando el mago se retira, por la puertita de atrás, es la única persona viva en toda la sala. Se esperan cinco minutos —yo creo que porque algo siniestro se queda todavía un rato flotando y encerrado allí—, y luego entran los de la limpieza. Pero a esos no los miro ya, porque hay que cerrar el kiosco y dejarlo todo en orden para el día siguiente.

Mentiría si les digo que me pareció extraño o noté algo peculiar en el mutante, para mí simplemente se trataba de un espectador más. Le cobré sus 250 y le pregunté si quería algún accesorio, me dijo que una cuerda no estaría mal, pero inmediatamente dijo no, mejor no, prefiero hacerlo al natural. Ese día, como siempre, hubo truco, hubo cabezas que estallaban, hubo muertes en paroxismo y en languidez, hubo un montón de histriónicos y algunos cobardes. Lo único distinto fue que cuando se acabó la función no era el mago el único vivo, quedaba también el mutante en la última fila. Se levantó, caminó pausadamente hasta la tarima y, antes de que el mago pudiera fugarse por detrás, lo ahorcó a mano limpia.

Cuando le pusieron las manos encima y lo tumbaron al suelo para molerlo a rolazos y patadas, el mutante se reía. Se reía como ya nadie se acuerda de reírse en este mundo. Yo ceo que era porque saberse inmune al truco lo hacía sentirse, además de especial, inmortal.

Fue condenado a muerte en un juicio relámpago. Lo sentenciaron a ser desollado vivo en la plaza central, pero en eso apareció el director de la cárcel y dijo, no, un momento, que a este cretino (señaló con el dedo al mutante) le podemos sacar provecho. Es mucho lo que nos está haciendo perder para ejecutarlo y nada más. Y por algo hemos estado invirtiendo en éste infeliz (esta vez el dedo gordezuelo apuntó hacia mí).

Le cambiaron la sentencia por una idéntica a la del mago pero con el doble de dorianina y faustinol. Lo único que había que hacer era enseñarle el truco, y sólo quedaba una persona en el mundo que se supiera milimétricamente el ritual. El show, lo sabemos, debe continuar. Le enseñé aquello que durante décadas de insomnio había practicado mentalmente, aquella coreografía mínima de la que fui espectador de lujo durante millares de funciones y que me ocupaba toda la energía vital que me faltaba ya para siquiera comer o dormir.

Cuando el discípulo estuvo listo se reabrió la función a la clientela. Juro que funciona como si nunca el mago se hubiera ido.

Yo sigo siendo simplemente el que atiende el kiosco, el que lo mira todo desde el otro lado del vidrio.



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