A NOSOTROS YA NO NOS SORPRENDE TANTO LA MAGIA QUE SE DIGA

Pedro Enrique Rodríguez



Aquí todo empezó como un rumor de muebles viejos, crujidos de bisagras, subrepticios cambios de lugar de las camisas y las corbatas. Al poco tiempo, comenzó a sucederse el golpe seco en los escaparates, la aparición de plumas sumamente volátiles, rasgaduras en las paredes, aromas desconocidos. Poco hizo falta para darnos cuenta de que la casa, la misma vieja casa de siempre de postigos blancos, de escaleras cinceladas y frontis arábigos, iniciaba un cambio indetenible en el que poco o nada tenía que ver nuestra precaria voluntad manifiesta. Las cosas, desde entonces, comenzaron a suceder por cuenta propia.

No es fácil vivir en una casa viva, naturalmente. Nos ha costado trabajo acostumbrarnos a la rotación continua de los elementos. En ocasiones, incluso, hemos estado a punto de sucumbir a breves estallidos de rabia o desesperación ante un extravío o alguna pérdida irreparable. Puedo asegurar que no resulta nada cómodo tener que perseguir el cepillo dental en las mañanas por toda la habitación, hasta el punto de convertirse en otro ceremonial tedioso de todos los días. No es divertido –aunque en ocasiones lo parezca–, verse precisado a anudar fuertemente las patas de las camas, los estantes, las mesas y las sillas por temor a que tarde en la noche decidan salir a dar tumbos por algún lado y después no sepan como regresar entre la incandescencia de los rayos de luz de la mañana. O que se estropeen irremisiblemente. Ya tuvimos la triste experiencia de ver volar la linda mesa de noche de los abuelos escaleras abajo, el día en que por razones que no alcanzamos a comprender se suscitó un desencuentro entre la irascible mesita de noche centenaria y el perchero. Ése mismo día, (y seguramente excitados por la trifulca de la mesa y el perchero), tuvimos que levantar muchas veces los candelabros, los vasos de la cocina y los útiles del escritorio que se dejaban caer aparatosamente a cada momento. Ese fue un día arduo, pero lo recuerdo con un cierto placer morboso, porque en medio de la confusión de los objetos que se lanzaban por todas partes, pude escabullirme hasta la sala y dejar caer al suelo ése desagradable querube de porcelana que hacía el gesto de tocar una cítara francamente estúpida. Hacía años que le tenía la vista puesta y no encontraba el modo de deshacerme de él, por temor a herir ciertas adhesiones y susceptibilidades de mi madre y mis hermanas. De modo que esa tarde el querube por fin rodó hecho añicos por todo el piso de la sala mientras yo, como quien no quiere la cosa, corría como un ganso espantado hasta el otro extremo de la habitación, pretextando nuevas subversiones a la condición de la materia estática. Como ahora, que he tenido que apartar la papelera que la mesa amenazaba embestir en su terco desplazamiento a la derecha.

La verdad es que el único que parece no haberle sacado provecho a nuestra nueva situación es mi hermano, el mayor. Me consta que desde hace mucho tiempo mira codiciosamente el hermoso puñal en forma de garfio que guarda nuestro padre en el fondo falso de la gaveta del chifonié, y aunque ya le he comentado de algunas de mis extravagancias, encubierto por el disimulo de esta casa viva, no consigo hacerle ver que no corre peligro alguno en colarse en la habitación de nuestras padres y hacerse del puñal, furtivamente. Hasta la misma Margarita, mi hermana menor, siempre tan boba y pegajosa, ha sabido sacarle partido a nuestro pequeño universo caótico, y en medio de algún momento de descuido, ha lanzado con sumo placer sus libros escolares por el balcón, para después correr a gimotear cínicamente, quejándose de que ya nunca más podrá estudiar sus lecciones de aritmética y trigonometría, en medio de hipos, digresiones y berridos. Esta mesa es verdaderamente testaruda, no hay modo de hacerle parar, de moverse a la derecha.


Con Matilde es distinto. Se podría decir que el nuevo orden no ha representado cambio alguno en sus costumbres indóciles. Por razones que nuestro padre querría hacer pasar como científicas, pero que no debe ser más que un radical sentido de la testarudez, Matilde es incapaz de comprender cualquier tipo de orden, sea este moral o material; a no ser, tal vez, la estricta ordenación de enamorados que en ocasiones le he visto repasar aplicadamente en una libretita desteñida, relamiéndose los labios de gusto. Tal vez por eso es que se muestra imperturbable ante las pequeñas catástrofes que produce la sublevación de cucharillas y tenedores a la hora del almuerzo, o se aleja displicente con su contoneo característico de cualquier habitación en la que se ha lanzado al suelo algún libro, o algún estuche, en tanto los demás, aunque sea por pudor, solemos recogerlo cuantas veces le plazca dejarse caer, del mismo modo como se procede con un niño terco.

Por su parte, nuestros padres se las arreglan como mejor pueden y todo parece indicar que en ocasiones suelen trasnocharse divertidamente en su habitación, comentando entre ellos la forma como aquél cenicero persiguió a la pobre lámpara de noche, o el modo gracioso que tiene cierto libro de botánica en dejarse caer desde su puesto en el estante, haciendo volteretas más o menos estilizadas.

Es preciso reconocer que nuestros objetos no han dejado de mostrar, pese a su inconveniente condición de autonomía, un particular sentido del drama y la maniobra. Era indispensable que así fuese. Nuestra familia es incapaz de soportar el simple tedio de lo mediocre. Prueba de ello es aquél famoso viaje de nuestro bisabuelo, el procónsul, por el África y al que nuestra familia siempre ha sido tan dada a comentar a la hora de la sobremesa, todavía más cuando tenemos invitados. Nunca se deja de repetir la frase del bisabuelo de que de no ser por la forma tan bien elaborada de su sombrilla, llena de encajes, bordaduras y minucias, su travesía por el Senegal lo habría sumido en el más terrible derrumbamiento moral. Todos sabemos que no mentía. Lo mismo nuestro padre, que siempre fue su nieto predilecto y quien saco de él, como a la copia, tantas de sus virtudes y manías. Ya hemos tenido oportunidad de verlo suspirar contrariado en las tardes del tiempo seco porque aquélla palma no le deja ver completamente el paso de una nube gris, o porque un mosquito inoportuno arremete una y otra vez contra la superficie de sus orejas peludas. Nuestro padre padece tristemente estos sucesos, se sumerge en un hermetismo voraz del que no sale sino días después, por la acción salvífica de un perfume, una nota del piano, la polifonía de un murmullo. Por lo demás, todos en la familia somos más o menos propensos a ese tipo de manías minuciosas. La misma Matilde, tan voluptuosa y desentendida, tumbada en su cama durante toda la tarde en la contemplación golosa de su propia desnudez, suele chillar y protestar ciertos sucesos más o menos imperceptibles y en ocasiones, pareciese como si desde la expresión voraz de su rostro lujurioso reclamase tristemente la ausencia de un objeto nimio.

De modo que en mitad de nuestra desgracia aún podemos agradecer la forma ingeniosa que tienen nuestras pertenencias de suscitar el caos, la inocente capacidad para subvertir el orden milenario de las cosas en su sitio. A veces, mirándoles correr de un lado a otro he llegado a pensar, incluso, que esta tragedia que vivimos, en sí misma podría ser hermosa.

Lo que si lamento es que no podamos dar, hasta ahora, aunque sea con una pequeña manivela que nos permita retroceder el tiempo y vivir de nuevo, aunque sea por un momento, aquél viejo y dulce tiempo de objetos en su sitio. A veces, tumbado en mi cama mientras veo las espadas de luz que los carros de la calle dibujan entre las persianas de mi habitación de objetos en movimiento, me he preguntado qué ocurriría si viviésemos otra vez en aquella vieja casa estática que nos ha visto nacer. He imaginado, por ejemplo, el corredor de nuestro patio interno. He pensado en el inmenso árbol de acacia, en los azulejos de la cocina, en la intrincada colección de miniaturas japonesas que nuestra madre colecciona desde hace tanto tiempo, y con la que ahora suele toparme a la hora de la comida, tirada en el jardín, deshecha. He pensado en el viejo estudio donde leí hace tantos años un libro que a estas horas bien podría estar dando vueltas por el vecindario, del mismo modo como vimos ascender la vieja esfera armilar hasta el batiente de una de las más altas ventanas. He pensado en todas esas cosas que ahora me son extrañas y de pronto he caído en cuenta que ése placer simple de asumir naturalmente las cosas en su sitio ya no nos es posible, nos ha sido arrebatado, quizá para siempre.

Cuando pienso en estas cosas suelo sentir una vaga tristeza. La misma tristeza que ahora me hace levantarme de la silla, desviar el curso de mi mesa de trabajo, verla partir muy despacio por el pasillo donde los cuadros se lanzan de cabeza; de ser posible suponer que un cuadro pueda tener cabeza, tronco y extremidades, naturalmente.



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