ROJO LA NIEVE SUENA

Linterna Roja


Lo primero que veo al abrir los ojos es una tubería oxidada a dos palmos de mi nariz. Gotea. Tira agua sucia en fracciones gruesas y frías que me mojan la cara. La estrechez del sitio casi no permite el movimiento, así que me arrastro por el suelo como una oruga: doblando las rodillas y levantando del suelo a la vez caderas y nalgas para empujarme con las plantas de los pies hacia adelante. No tengo la menor idea de dónde estoy. Huele a humedad y a hierro y veo luz arriba del pequeñísimo túnel. Allí me dirijo con ese único paso posible.

Llego al final, salgo y respiro hondo. El frío me entra de golpe por la garganta. Estoy en una calle y un par de personas con abrigos de piel me pasan de largo. Hiela. Me incorporo, tirito y cruzo a la otra acera. Los dos transeúntes se vuelven para mirarme. Muerta de la vergüenza, me meto en el primer bar que veo. Está muy vacío.

Detrás de la barra un hombre grande, de unos cuarenta y tantos, me hace un gesto con la mano para que pase. Le hago caso y me siento en uno de los taburetes que hay al otro lado. Él me habla, dice algo que yo no entiendo pero supongo será: “¿Qué te ha pasado, preciosa? ¿De dónde sales vestida con un maillot de lentejuelas, medias de red y tacón afilado a cuarenta bajo cero? ¿Por qué te salen dos plumas púrpuras de entre la melena?” Yo encojo los hombros y me pongo roja. Él sonríe y me sirve una copa de whisky (sin preguntar) que yo me bebo de un trago, a pesar de que no me gusta el whisky ni un poco. Me lo bebo para entrar en calor.

El hombre grande de cuarenta y tantos tiene además barba y es pelirrojo. Me gustan los pelirrojos -pienso- definitivamente, son una especie en peligro de extinción. Le doy las gracias de voz y hago un gesto con la cabeza para que él entienda. Me responde de seguido con la suya haciendo el mismo gesto y me sirve otro trago. Mientras bebo, se mete en la cocina del sitio y saca de allí un enorme abrigo de pelo marrón oscuro. Sale de detrás de la barra y lo coloca sobre mis hombros. Yo le acaricio la barba roja -su barba poblada y roja- con la palma de mi mano. Él vuelve a su sitio y se apoya con los codos sobre la madera, se acerca mucho a mí. Adopta una postura de suma atención y me dice: “Cuenta, mujer, que tengo todo el tiempo del mundo”. (Bueno, igual no pondría la mano en el fuego. No es que esté cien por cien segura de que el tipo diga eso pero casi). El caso es que yo le cuento, porque me parece que él quiere escuchar, porque su lenguaje corporal habla así y su postura, sus ojos, sus cejas dicen incluso: “Anda, cuenta, bonita, que por aquí hace tiempo que no pasan cosas interesantes.”

Y le cuento a mi rojito porque me mira con toda curiosidad y porque quiero desahogarme, coño, que no hay derecho.

Si es que yo debería haberme enamorado de alguien como tú, grande, bueno y con un bar al que no va nadie. Seguro que no le das problemas a ella ¿verdad? Seguro que la respetas, llegas a casa a tu hora y no le andas pidiendo que te ayude con tus chifladuras; ni la haces desaparecer en el casino de Fuengirola delante de mil personas para que aparezca en atomarporculo del polo norte semidesnuda y con plumas en el pelo. Seguro que tú eres un hombre sensato, quisiste montar tu bar, lo intentaste y, bueno, si no sale, vuelves a casa con el rabo entre las piernas, le das un beso y le propones intentar otra cosa. Algo cabal: que igual al final estudias esas oposiciones a bedel que salen el año que viene en el ayuntamiento y seguís adelante. Seguro que hasta tenéis un niño precioso que te espera con ella en casa. Seguro que es también pelirrojo. Yo, yo no tengo niño ni nada. No tengo ni seguro médico porque no nos da. Vivimos en una caravana del año setenta y llevamos intentando el truco definitivo desde entonces. Yo era una niña cuando empecé, por eso accedí a tal vida, claro está. Si me hubiera cogido ahora, en seguida iba yo a decirle que sí -hasta que la muerte nos separe- a ese loco. Y es verdad, esta noche por fin lo logró, por fin le salió el puto truco y me hizo desaparecer después de tropecientos intentos fallidos, después de habernos echado de todos los casinos de norte a sur por magos farsantes. Y seguro que le llueven aplausos y confeti y besos. Pero ¿Y yo qué? ¿Dónde coño me encuentro? Que no, mi rojito, que no. Que esto no es vida, hombre, que no merece la pena tanto sacrificio.

Pfff. Se me salta una lágrima y todo de pura rabia después de contarle. Entonces, mi rojito me coge las manos y las aprieta, que él sabe que no ha sido fácil y hace que me comprende. Luego, se sale de nuevo de detrás de la barra y se acerca a mí de ese lado. Me tiende su mano. Yo la agarro y le acompaño. Andamos hasta la puerta del local y al llegar allí, justo delante, me hace un gesto para que me cierre el abrigo y la abre completa.

Entra el aire de fuera. Hace una noche gélida y el cielo es todo niebla. La luz de la farola nos deja ver que nieva fuerte. Entonces él me quita una pluma del pelo y me acaricia con ella la punta de la nariz. Hace cosquillas, pica un poco y cierro los ojos para no estornudar.

La nieve suena al caer sobre nieve igualito que hacen los copos de maíz al explotar en la sartén cuando el aceite está muy caliente.



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