EL MAGO MÁS MALO DEL MUNDO

Juan Carlos Zamora



Desde el principio, es decir desde que a «alguien» se le ocurriera crear todo este caos que llaman mundo, ha existido la magia. Y es que así fue como comenzó todo, con unos polvos por aquí, un soplido por allá, unas palabrejas en un idioma extraño y, ¡KABUM! Luego, poco a poco y hasta nuestros días, han surgido sujetos que más o menos bajo el mismo esquema les ha dado por demostrar sus poderes mágicos…

Los conocemos como “Magos”, sí, así, magos; porque manejan la magia y conocen a fondo sus intríngulis (o al menos eso han querido hacernos creer). Han existido los buenos, como Merlín, Houdini, Mandrake, David Copperfield, Albus Dumbledor, Harry Po… bueno, en realidad no sé si Harry también, a veces dudo de ello; cuando veo las películas, me hace sentir lo mismo que con Frodo Bolson, y es que son los amigos quienes en realidad les impulsan a hacer las cosas y en ocasiones, hasta terminan resolviendo ellos mismos.

También están los regulares, como David Blaine o Criss Angel, y acá de verdad que no quiero crear polémicas, ésta es una opinión muy personal; pienso que las cámaras ayudan mucho y, al menos al señor Copperfield lo vi en persona. De todos modos y para no tener que batirme en duelo con nadie, realizaré un acto de escapismo y pasaré a incluir en esta clasificación al mago que me perseguía a todas las fiestas infantiles que tenían a bien invitarme en mi primer decenio de vida. Digo que me perseguía porque, o era el mismo mago, o eran los mismos trucos siempre; y el mismo esmoquin, y el mismo sombrero, y la misma capa, no sé, en fin, quizás era una franquicia y para ese entonces yo no sabía de esas cosas. El cuento es que la situación se tornaba a veces medio aburrida, y en pocas ocasiones soltaba uno un «¿cómo lo hizo?».

Le toca ahora a los malos. Hay también magos malos, muy malos. Recordemos a Rasputin, o Raspútin, quien según las malas lenguas dizque gustaba mucho libar bebidas espirituosas y andar en compañía de damiselas de dudosa reputación; incluso se le acusaba de estar en conchupancia con misia Alejandra (la zarina) para obrar en detrimento del régimen zarista. Pero no voy a ejecutar el viejo truco de meterme en camisa de once varas y mejor sigo adelante antes de que salga algún desaforado historiador y quiera caerme a patadas con un libraco más grande que el libro de las sombras. Decía que hay magos malos muy malos, y no puedo dejar de nombrar a Gárgamel (pobres Pitufitos). Tampoco a aquel que no puede ser nombrado… Jejejé, no, no estoy hablando de ustedes saben quien. Hasta donde sé, ese carajo no es brujo, dicen que hace sus vainas raras con tigres, toros, chupacabras y no sé que otros animalitos silvestres pero, a mi no me consta.

Voldemort, ya, lo dije de una vez para salir de eso, ¡fiusss! No olviden a Sauron, el nigromante (qué raro que no nombré a su antagonista, Gandalf, pero lo recordé como por arte de magia, y precisamente de eso se trata…) Pero, permítanme decirles también que, entre los magos malos, malos más malos del mundo, está, alguien que ha pesar de la gran cantidad de años transcurridos, aún hace que me repita la misma pregunta: ¿Cómo lo hizo?

El mago más malo del mundo, señores, es mi padre. Sí, mi padre. Ese hombre realizaba una suerte de alquimia, para según él, deleitar a la audiencia con la transmutación casi inmediata de un objeto en otro. Era así entonces que, esta inocente criatura se la pasaba recogiendo cuanto objeto pequeño y de poca valía consiguiera para que «El Mago» procediera, mediante pases mágicos y secretos conjuros, a convertir el objeto en cuestión en una nada despreciable moneda, o un apetecible bocadillo. Y ustedes se preguntaran, ¿dónde está la maldad? Pues paso a contarles rápidamente.

Resulta que un buen día, se me ocurrió la brillante idea de buscar un objeto de mayor tamaño, pensando obviamente en obtener algo a cambio de más valor, o en su defecto, más volumen y mejor sabor. Corrí a mi cuarto y de entre los juguetes menos usados, escogí una odiosa araña con ojos rojos y cuerpo y patas largas de goma que revolvían con su aspecto mis más intrínsecos y primitivos temores.

«Dos pájaros de un solo tiro, me deshago del repulsivo y maleable arácnido, y obtengo un sabroso chocolate, o una reluciente moneda de cinco bolívares (de los de entonces)», me dije. Recuerdo que fue uno de los días más largos de mi vida. Lo pasé viendo y repasando cada parsimonioso movimiento de aquel par de agujas negras que marcaban la hora y los minutos en el reloj de la sala. Hasta que al fin, el gran mago hizo su magistral acto de aparición, y ahí estaba yo, en primera fila, en VIP, expectante, avaricioso (tengo que reconocerlo). En mi cabeza desfilaban las más gustosas golosinas, incluso los soldaditos de plástico que podría adquirir gracias a la moneda que en pocos instantes se dejaría caer en mis manos.

«¡Jocus pocus! ¡Alakazam, alakazum!», me parece eran las palabras. Pero esta vez se requería más esfuerzo, y mayor concentración «¡Abracadabra, pata de cabra!» Sus dos manos, como protegiendo un tesoro, se posaron en las mías, y depositaron un grueso y rectangular chocolate relleno de coco, envuelto en papel dorado «¡Cómo lo hizo!»

Qué buen gusto me di. Lo comí poco a poco y escondido para no compartirlo con nadie («my treasure, my treasure…»), no me cepillé para mantener su delicioso sabor en mi boca al momento de acostarme, y así me dormí, feliz, satisfecho y tramando futuras y aún más lucrativas transmutaciones, hasta que en medio de la oscurana, abandoné la cama de un solo y estrepitoso brinco, con una sensación bastante conocida sobre mi indefensa barriguita. Era la araña, la maldita araña ¿Cómo diablos hizo para salirse y aparecer así, atrapada entre mi abdomen y el pijama de muñequitos chinos?

Parado allí, con los glóbulos oculares a punto de eyectar y produciendo jadeos estereofónicos, estaba yo, tembloroso y desorientado; y en el piso ella, burlona, irrespetuosa y desafiante. Lo peor fue, que desde la habitación contigua, se dejaba colar la malévola y comprimida risita del mago más malo del mundo.


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