LA RAYA

Pedro Plaza Salvati




I

Me acerqué a la tienda de la calle 11. Afuera se observaba un letrero que decía «Transformaciones emocionales». El timbre sonó como una guitarra eléctrica. Un albino vestido de negro, con sombrero del mismo color, de pelo largo, con múltiples tatuajes que parecían manchas en sus brazos, abrió la puerta. Me llevó hasta el fondo del local, a la «sala situacional», decorada con unos cuadros alusivos al Planeta Mercurio, Nostradamus y Jimmy Hendrix. Una luz caía en forma de cono sobre el centro del recinto. Al sentarnos en la mesa y sillas de madera gruesa, me pidió que extendiera mi mano izquierda, la del corazón, que parecía un alocado mapa de carreteras. Le expliqué que no venía por esas líneas, que no perdiera el tiempo, que se trataba de la raya de Carolina. «Soy muy celoso», le dije. El hombre, que era una especie de mago yogui, mitad truquero mitad sabio, me escuchó con atención. Pensé que no respiraba y sus párpados eran inmóviles. Se parecía a Johnny Winter, el rockero albino más famoso de la historia. Luego de oírme, casi sin pensarlo, sentenció que tenía que largarme a la playa unos días, con urgencia, antes de que ocurriera una tragedia.



II

Mi problema eran los asaltos emocionales y la raya de Carolina. Ella empezó a mostrarla un día en una librería. Estaba agachada buscando un libro en el estante inferior, cuando noté que se le veía la raya. Por unos segundos pensé que ella no era ella y me sentí atraído como si no la conociera. Pero al enfocar la mirada, de golpe, me di cuenta que era la mismísima Carolina: pantalón, pantaleta, la raya en el centro de la parte superior de sus glúteos, y el cabello que le caía encrespado cerca de la cintura, al tiempo que sostenía un libro en la mano. Debía tener las piernas adormecidas de tanto mantener esa postura. Un par de tipos la observaba. ¡Bomba sexy! Me enfurecí y le dije «te pasaste de la raya, vámonos». No la dejé siquiera que pagara el libro.

¿Por qué mostraba su raya si ella era seria y de buenos principios? ¿Acaso será que soy demodé, inflexible? Puede ser. Además, ella me decía que no era intencional, que me relajara, y hasta me advirtió que estaba molesta. Podría haber implícita una situación fashion, sin matices sexuales: Si las mujeres usaban ahora pantalones de tallas más grandes o no se ponían correa a propósito, para que se les viera la raya, no habría mucho que yo pudiera hacer. A lo mejor no cabría otra que adaptarme, pero sentía que podía estallar en cualquier momento. Para mí, era una de epidemia de libertinaje.


III

La raya de Carolina era pequeña. Se le veía al momento en que se le bajaban los pantalones unos centímetros y mostraba el inicio de la vereda que separa las dos montañas glúteas, territorio firme y blando, suave y pálido. De pronto la veía borrosa, como si no fuera humana, como una metáfora de caminos. ¿Qué era su minúscula raya en la inmensidad de líneas del universo? Algunas rayas son imaginarias, otras reales. Las de la frente que se arruga, son testimonio de la impermanencia; la de una carretera, marca la ruta; la que dibuja un cirujano plástico con el bisturí, aflora la vanidad; la que yace blanca como cadáver sobre el campo de futbol, es pasión y euforia; las del cielo son ilusiones. Si te pasas de la raya, vas preso. Si no la cruzas, eres un cobarde. Si te quedas encima eres un indeciso. ¿Cuantos conflictos y desgracias han ocurrido por una raya? Hombres caídos en combate por traspasar fronteras; un mendigo que parece ladrón termina con una bala en la cabeza, al buscar un trozo de comida putrefacta; un viejo sin lentes es atropellado al cruzar una calle fuera del rayado; amantes acuchillados que transgreden la línea de la fidelidad; agresiones de animales que dibujan límites cuando ladran, aúllan, rugen, atacan; ellos también conocen de las rayas que no deben ser cruzadas, líneas instintivas

El otro día me llegó una postal de un amigo desde París. Había una foto estampada en blanco y negro de una francesa sentada en una acera. Se le veía la raya y las líneas de sujeción de la pantaleta, en forma de «u» invertida. La tarjeta tenía una nota: «Aquí comenzó todo». Me imagino que mi amigo se refería a la moda de mostrar la raya (no creo que al inicio de una relación con la chica de la postal). En Francia las mujeres son delgaditas, casi todas. Y esa raya era fina, la de la foto, como la de Carolina. Y pensé en la raya de Juana de Arco, cubierta bajo manteles de tela, y que la chica de la postal era la incitadora de una nueva revolución cultural: La revuelta de las rayas.


IV

Luego de la visita al Mago Yogui, estábamos en un espacio abierto. Carolina se agachaba. Se me ocurrió, en ese momento, bajarme el cierre del pantalón, que para mí sería el equivalente, más o menos, a dejarse ver la raya. Se quedó pensativa. Luego, en medio de la gente alrededor nuestro, se quito la camisa. Acto seguido me saqué el pantalón. Ella se bajó su falda larga de blue jean. Yo me liberé de la camisa y ella se despojó del sostén. Nos mirábamos frente a frente. Sus pezones repuntaban como lanzas coloradas. Me quité el calzoncillo y mi pene quedó expuesto como un cañón para defender algún fortín en la lucha de independencia. Ella se deslizó la pantaleta entres sus piernas y la lanzó al aire con la punta de los dedos del pie. Quedó descubierta otra raya, la frontal, que tenía los árboles y montes podados, como si un incendio forestal hubiese arrasado toda la vegetación esa mañana, como para darme una sorpresa, y el humo que quedaba olía a sexo, no había viento. Se volteó y me dio la espalda. La raya de Carolina se había agigantado y ahora las montañas suaves y pálidas, firmes y blandas, quedaron a la vista. Todo ocurrió en cuestión de segundos, como si no hubiera dado tiempo para pensar en lo que hacíamos. Estábamos desnudos. Seguíamos rodeados de gente que cada vez parecía más apacible. En ese instante ella se agachó de nuevo y quedó expuesta por completo; sus compuertas estaban expandidas, como si por esos caminos se pudiera iniciar el descenso al paraíso, al sentido de la vida.

Siguió un rato en esa posición. Levantó la tapa de una cesta. Sacó dos toallas y las puso sobre la arena.

―Tenía razón el Mago Yogui ―le dije a Carolina, al momento que apretaba mi dedo índice sobre el botón del equipo portátil de música.

Un pelícano se lanzaba al agua para atrapar un pez con su pico.


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