SOMBRERO LLENO, SOMBRERO VACÍO

Enrique Enriquez



1. Sombrero lleno

Todas las tiendas de magia del mundo se sienten idénticas. Lo sé porque lo primero que hago al llegar a una ciudad es ir a donde vendan magia, no a comprarla, sino a respirarla. En Bruselas, escapando de una compañía indeseable, corrí en línea recta por la rue Van Artevelde hasta encontrarme con Lewis Magic shop. Aquel mago belga aún debe estarse preguntando por qué lo abracé. En Barcelona, no había terminado de bajarme del avión cuando estaba ya en El Rey de la Magia, la tienda de magia más vieja del mundo, que otrora fuera propiedad del Gran Partagás, un mago al que le gustaba ir al barbero, ordenar que le afeitasen la barba y sorprender al pobre hombre al salir de la barbería con la barba intacta, restituida mágicamente. (En el Rey de la Magia compré tres narices de payaso modeladas en base a la nariz de Charlie Rivel. Una de ellas la conservo. Las otras dos se las entregué a Roberto Echeto y a Carlos Zerpa, sintiéndome afortunado de tener no sólo amigos así, sino una razón seria para comprar una nariz de payaso). Así, donde he podio he ido visitando tiendas de magia: En Nueva York están Abracadabra, cuyo dueño (un pornógrafo que al salir de la cárcel compró la tienda con una herencia que le dejó su madre) se la vendió hace poco a dos colombianos (¿O serán puertoriqueños?) que se dicen descendientes directos de Cristóbal Colón, y Tannen’s Magic, que aún hoy en día es la tienda de magia más importante de Nueva York, la que todo mago que se precie, de Copperfield para abajo, guarda como un collage en su memoria. La tienda del Mago Chams, en Ciudad de México. La Casa de los Trucos, en la calle Ocho de Miami. Davenport en Londres. Imagino que de hecho todas han de compartir una misma trastienda. Seguro que en ella los magos de todos los países se reúnen tras la cortina sin que quienes fisgonean los mostradores lo sepan.

Todas las tiendas de magia son cuartuchos, lugares minúsculos repletos de vitrinas desde las cuales toda clase de artefactos extraños le guiñan a uno el ojo. Hay algo apremiante en las tiendas de magia porque cada rincón alberga una imagen memorable y uno nunca sabe muy bien dónde mirar. Faltan ojos. Siempre hay algo más que ver, otra cosa que descubrir, otra sorpresa esperándonos al dirigir la mirada un poco más allá. Máscaras, trucos, cajas chinas de extraña utilidad, cuchillos de goma, moscas de plástico, barajas gigantes o minúsculas, dados y espejos. Todo es de mentira, porque como está escrito en el diario de Sri Ramakrishna: “El mago hace su magia. Produce un árbol de mango que incluso da frutos, pero es todo prestidigitación. Sólo el mago es real”.

Cuando entramos a una tienda de magia, el mago de turno nos “leerá” en un vistazo, y basado en la impresión que le causemos nos demostrará un truco, un efecto que él intuye estará a la altura de nuestra habilidad y al alcance de nuestro bolsillo. El que quiera saber el secreto tras el truco tendrá que comprarlo. Incluso los libros que se venden en las tiendas de magia están envueltos en papel celofán. Sólo los ojea el que paga. Tras pagar el precio convenido, sea éste alto o bajo, muchas veces descubrimos que el secreto no era gran cosa. Casi nunca lo es. El valor de un secreto está en guardarlo.

Picasso decía que sus dos influencias más importantes habían sido Cezanne y Búfalo Bill. Yo diría que las mías han sido El Mago Henry y el maestro Galeandro. Un mago y un artista que dibujaba retratos en televisión. Galeandro fue un verdadero artista multimedia, y Henry, el gran mago de la televisión venezolana. En televisión ambos estaban separados por un bloque de comerciales, pero de alguna manera, todos los disparates que he hecho en mi vida trazan una línea que los conecta a ambos. Nunca conocí al maestro Galeandro. Ni siquiera sé si estará vivo todavía. Pero uno de los logros más grandes de mi vida es haberme hecho amigo del Mago Henry. Henry el Mago, el Gran Henry, fue una presencia habitual en la televisión venezolana desde tiempos de Víctor Saume, y para cuando yo tuve uso de razón era habitual verle mostrar su destreza, sea con las cartas, sea despareciendo un taxi entero, serruchando a una celebridad en dos o disparándole a globos con los ojos vendados en el Sábado Sensacional de Amador Bendayán.





Cada vez que voy a Caracas acudo como en peregrinación a La Casa Mágica de Sabana Grande. Voy a inspirarme y reportarme, porque la amistad del Gran Henry es mi beca Guggenheim. En La Casa Mágica de Sabana Grande el Gran Henry tiene su cuartel general, si bien ahora hay una Casa Mágica en Santa Inés y aún existe la Casa Mágica de El Silencio, de Miracielos a Hospital. A esa Casa Mágica original solía llevarme mi papá algunos sábados, lo que para mi constituía un evento formidable y sobrecogedor por el cual le estaré eternamente agradecido.

En su oficina, teniendo como testigo a un pene de goma que hace las veces de pisa papeles, El Gran Henry y yo hablamos por horas de magos y magia. (La Casa Mágica alberga, junto a los trucos y la infaltable ración de máscaras, una sección entera dedicada a despedidas de soltera. Digamos que allí no todas las palomas son blancas. El Gran Henry no se para detrás de ese mostrador. Su hija Mireya es la que ayuda a las damas a planear desnalgues puntuados con látex de todas las curvaturas y colores). Henry me contó cómo una vez, en el apogeo de la bonanza petrolera, estuvo a punto de comprar Tannen’s Magic en Nueva York. No lo hizo y ahora la tienda pertenece a un sujeto extrañísimo, con modales de contador público, que una vez al año se va a Dinamarca a entrenar un equipo de hockey sobre hielo. En el otro lado del espectro, Henry también me contó del día en que siendo joven se dedicaba a lanzar cartas como cuchillos, o más bien como boomerangs, porque las cartas lanzadas al vacío regresaban a las manos de Henry luego de haberle dado una vuelta completa a la carpa circense. Este era un circo tan pobre que la carpa tenía un hueco, y por éste se colaban las cartas de Henry, que siendo tan pobre como el circo, tenía que contentarse con ver cómo su mazo de cartas adelgazaba función tras función. El mejor cuento de Henry es el de la vez que terminó encerrado en el baño de un teatro, junto a una bailarina nudista, una boa constrictora y un ventrílocuo. Mientras la boa se engolosinaba con el muñeco, una horda de mineros borrachos pateaban la puerta, tratando de raptar a la muchacha. Sabiendo que la puerta no tardaría mucho en ceder, y ante la mirada vidriosa del ventrílocuo, Henry el mago cerró los ojos y se concentró profundamente... a los pocos minutos afuera se escuchó un tiro. Ahuyentados por el plomo, los mineros dejaron el campo libre para que nudista, ventrílocuo, muñeco, serpiente y mago se diesen a la fuga. (Henry el Mago me explicó el secreto de este prodigio, pero juré llevármelo a la tumba).

Cuando le pregunté al Gran Henry cómo había logrado mantener prósperas no una, sino tres tiendas de magia en un país como Venezuela me dijo: “Son las bromas. El venezolano siempre anda buscando con qué echarle broma a alguien”.

Toda tienda de magia es tierra santa para quienes practican el oficio y es normal que los magos vengan de todas partes del mundo a encontrarse, conocerse o reconocerse en ellas. A veces se organizan charlas formales, pero por lo general se trata de reuniones espontáneas. No se trata sólo de comprar el último artefacto, sino de compartir con otros, de aconsejarse, de alardear, e incluso de robarse algún secreto. El sábado es el gran día para estos encuentros, y si uno quiere que duren por horas basta simplemente con nombrar a David Blaine. (Excepto por burlarse del peinado de doña de Chris Angel, nada le encanta tanto a un mago como hablar mal de David Blaine). Por cierto que esas reuniones nunca asisten las asistentes. (De las esposas de los magos nos ocuparemos más adelante). Imagino que las asistentes de mago deben reunirse en alguna peluquería sin afeites. Porque eso es lo que son en verdad las tiendas de magia: peluquerías camufladas donde los magos van a tomarse el pelo.

Dos cosas que no se encuentran en las tiendas de magia son: conejos vivos y buenos sombreros de copa de piel de castor.

En las tiendas de magia puede pasar cualquier cosa. Hace poco un amigo mago me contó precisamente que la verdadera razón por la cual le gustaba frecuentar cierta tienda de magia de su cuidad era que el dueño de la tienda fungía también como traficante de drogas. Así, junto a las barajas, las cajas de doble fondo y las espadas flexibles, en esa tienda podía conseguirse todo tipo de substancias psicotrópicas. Mi amigo, adicto a las pastillas, había encontrado un punto en el cual su pasión y su vicio se cruzaban. Le recomendé un remedio sencillo para cortar de cuajo su adicción. Debía hacer que lo amarrasen a cierto árbol con los ojos vendados y a la doce del mediodía dejar que le limpiasen el cuerpo con un gallo negro que también debía tener los ojos vendados (Ese truco lo enseñan en otro tipo de tienda de magia). Así, tras pronunciar ciertas palabras, mi amigo debía ser liberado dejando al gallo en su lugar. Este procedimiento sencillo garantiza la curación inmediata porque el gallo recibe la locura del paciente, que queda libre de su adicción.

La potencia de este trabajo quedó demostrada a la semana siguiente de yo hablar con mi amigo que, curado, presenció cómo entraba a la tienda de magia un gallo negro que se acercó al mostrador y pidió por lo bajo un frasco de Oxycontin.






2. Sombrero vacío

Para las mujeres cualquier ilusión es una debilidad. La practicidad femenina percibe al hombre repleto de ilusiones como un enclenque espiritual, incapaz de proveerla del sustento y estabilidad que sus hormonas requieren. Sin embargo, y pese a tamaña verdad, son muy pocos los magos solteros.

Ser la esposa de un mago es sin duda algo singular, pero ser viuda de un mago, y esto muy pocas lo saben, se premia con una distinción más singular aún: pertenecer al Club de las Viudas Encantadas.

El Club de las Viudas Encantadas está presidido por su fundadora, Esther Vincoff. Una señora seca con el moño atornillado al cráneo, que mira a sus contertulias desde el azul frío de su único ojo. El otro lo perdió en el cumplimiento del deber: estaba lavando la capa de su marido, y al sacudirla un poco para ponerla a secar, un tigre saltó del forro y se lo arrancó.

Vincoff fundó el club cuando, muerto su esposo, comprendió dos premisas básicas: la pensión de retiro de los magos es un truco y, todo el que te diga que resucitará miente. Con los años la viuda ha logrado congregar a un buen número de señoras sin consorte, gracias a que los magos no son muy duraderos. Especialmente si tragan espadas.

La sesión de ayer se centraba en un debate espinoso. Discutían la inclusión o no en el club de la esposa de Flavio el Magnífico, un escapista brasilero de quien no se tenía noticia en años. El problema, justamente, era que la falta de informes implicaba la ausencia de cadáver, y al saber de la señora Vincoff, una viuda sin cadáver no es viuda.

-No lo sé. Su marido no está “técnicamente” muerto. Esto fijaría un precedente -dijo la presidenta guiñando maquinalmente su cicatriz.

Flavio el Magnífico sorprendía a sus fanáticos con trucos cada vez más imposibles. Un día escapó de un baúl amarrado con cadenas. Otro día escapó de un tanque de agua repleto de tiburones. Otro día escapó de una tumba a siete metros bajo tierra y otro día escapó con la esposa del dueño del teatro. Fue la última vez que le vieron y, por cierto, la única ocasión en que el propietario de aquel tugurio aplaudió un acto.

La señora de Magnífico clamaba su puesto en el Club de las Viudas Encantadas. Después de todo, sí había estado casada con un mago y sí llevaba años durmiendo sola. Pero como bien saben los conejos blancos, de desaparecido a muerto hay un buen trecho. El caso parecía cerrado cuando otra de las viudas alzó la mano y dijo:

-Yo tengo una idea.

Hablaba Margarita Tracatrán, la viuda del Gran Tracatrán, “Señor de lo Impalpable”, y dueño notorio de la carrera más corta en la historia de la magia. Tracatrán no pasó de su debut. Su carrera murió al nacer y él con ella. Quizás haya empezado con el pie equivocado, porque en lugar de los especiales de David Copperfield lo único que pudo conseguir como referencia en el club de video fue el plan de ejercicios de Claudia Schiffer, pero el caso es que entrenó con ahínco. El día de su debut todo iba de maravilla hasta que quiso cerrar con el clásico truco del conejo en el sombrero. Cuando metió la mano en el sombrero para sacarlo, el conejo le saltó a la yugular y lo mató. Su esposa siempre se culpó por aquello.

-No debí cubrir el piso de su jaula con páginas de “Catcher in the rye” -se reprochaba entre lágrimas cuando alguien sacaba a relucir el suceso.

Pero no era el día de recriminarse, sino de ayudar a una compañera en desgracia. La señora de Tracatrán trazó en pocas palabras su plan: sólo había que meter a la señora de Magnífico en el mismo gabinete por el cual había escapado su esposo, darle un arma y esperar a que concretara la muerte del miserable escapista. Cuando volviese a salir, su silla en el club la estaría esperando.

El deseo de pertenencia de la señora de Magnífico ha debido cegar su buen juicio. De otro modo no se explica cómo pudo comprar una idea tan loca, y encima dejar que la señora de Tracatrán, viuda y copartícipe del fracaso mágico más grande de la historia, le ajustase el gabinete, cargase su arma y le diese un empujoncito envalentonador en la espalda al verla meterse al biombo. El resto de las Viudas Encantadas las dejaron hacer. Más que encantadas estaban aburridas y al menos aquella aventura las sacaba del marasmo habitual.

Cuando la señora de Magnífico desapareció dentro del gabinete se oyó el disparo esperado. Luego, curiosamente, se escucharon otros dos y luego otros tres más. Lo que vino después fueron tiros a diestra y siniestra, repartidos en descargas que sólo se apagaron tras diez minutos de fragor intenso.

Tras ese silencio, que las señoras juzgaron mortal, un hombre disfrazado de indio piel roja salió desde dentro del gabinete silbando distraído, se plantó sin mirar frente a las viudas y abriéndose el pantalón se dispuso a orinar. Fue un suspiro proferido a coro por las viudas -no se sabe si de impresión o de nostalgia-, lo que sacó al actor de su ensimismamiento, haciéndole mirar a los lados.

-Oh, perdón. Pensé que este era el baño de hombres -dijo con vergüenza apache, y subiéndose la bragueta, se fue por donde había venido.

De la señora de Magnífico nunca se supo nada más.



E.E.

Laboratory of Meaning. Making sense since 1969.

www.enriqueenriquez.net

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